La Voz de Galicia
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Un año más salí a dar una vuelta para ver a los niños y niñas estrenar sus nuevos juguetes el día de Reyes, pero me encontré con el mismo paisaje desolador de la última década.

Pocas criaturas con bicicletas, patinetes, patines, camiones en ristre, pistolas desenfundadas, muñecas que no dicen nada…Es como si la ilusión de los niños quedase confinada puertas a dentro, lejos de  miradas ajenas, en un reparto de cosas útiles envueltas en papel de regalo o quizás en juguetes políticamente correctos que no les gusta enseñar.

Sin embargo, he leído que ha habido un boom de juegos de mesa y de venta de libros, lo que me hace pensar que la larga clausura obligada por la pandemia ha conseguido revivir aficiones que languidecían tras los gadgets electrónicos y entretenimientos mudos y solitarios.

No sé cuando se dejaron de frecuentar los juegos reunidos Geyper, el parchís, la Oca, la Magia Borrás, el Risk o la baraja del juego de las familias, pero me alegra saber que siguen vivos y que siguen tocando las mismas teclas emocionales de siempre. Los juegos de mesa clásicos son eso: clásicos; por eso regresan siempre que necesitamos una tiempo de entretenimiento y de relación humana.

Los juegos de mesa de toda la vida participan el azar, la inteligencia, la competición, la estrategia,  la risa y el cabreo. Nada más humano que eso.

Reconforta que se hayan vendido más libros que perfumes. Los libros entretienen, hacen pensar, enseñan, emocionan, abonan la fantasía y la imaginación, entrenan la introspección y el ensimismamiento. Cosas de las que estamos muy necesitados en este mundo actual saturado de enajenamientos y pantallas voladizas.

Aspectos positivos de esta fatiga pandemia agotadora, aunque no conseguí la carta del abuelo esquimal ni del hijo tirolés y no me abrieran la barrera.