La Voz de Galicia
Seleccionar página

Hace unos días que se murió mi perra Pepa, una tekel de pelo duro y corazón dócil que acompañó el camino durante catorce años turbulentos. Alegre, serena, respetuosa, cariñosa sin empalagar y fiel compañera de risas y lágrimas. Pocas veces ladraba porque lo verdaderamente importante se dice con la mirada. Nunca vengó una caricia ni nunca se rindió al halago, como hacen los buenos amigos. La echaré de menos.

Siempre que me muere un perro me acuerdo de Fermín, el último Bradomín con el que compartí años de amistad en el Ourense manicomial de mi juventud. Fermín, una extraña mezcla entre aristócrata y ácrata a partes iguales, era un tipo de conversación intensa y gatillo fácil, un cruce entre Jose Luis de Vilallonga y Toro Sentado que medía la vida por vidas de perro: «me quedan dos perros», repetía cuando ahogaba la nostalgia de una historia trepidante en una cunca de treixadura y torrontés.

Siempre que se me muere un perro me acuerdo de Fermín y ya digo con él : «me quedan dos perros», a lo sumo tres, si la vida es amable y no me arrebata la dignidad.

Siempre que me muere un perro pienso en todos los demás que armonizaron mi vida desde los trece años, cada uno con su personalidad y su carácter, pero siempre cómplices guardianes de tu historia. Seis perros, sesenta años.

Siempre que se me muere un perro me pongo blandito e imagino que quizás -que tontería- los vuelva a reencontrar en un cielo de nubes de algodón y huesos de caña o en un infierno de coladas de lava y yogur.

Hay cromos de vida y color que no se pueden cambiar ni olvidar. Lástima que los perros no puedan contar sus vidas en vidas humanas.

Mejor nos iría.