La Voz de Galicia
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A Hipólito Benitez la pandemia le cogió en una etapa de su vida extraña, en esa franja pantanosa que va de la madurez activa a la vejez impertinente. Ese tiempo de recapitulaciones absurdas en que uno ya no es lo que era y es consciente de que ya no será lo que siempre quiso ser; un tiempo desconcertante salpimentado de dolores bucaneros y manchas insólitas salidas del tiempo y la nada.

A Hipólito la clausura pandémica le vino bien, no tenía que enfrentarse al espejo de los otros, ni arreglarse para salir a un mundo que ya no era el suyo. Podía tomarse un par de wiskis viendo pasar la santa compaña de  almas enmascaradas desde el balcón y esconderse cuando comenzaban los cánticos solidarios de los vecinos. No se quitó el chándal durante meses y se atiborró de comida preparada brindando por la clausura. De vez en cuando un verso y una caricia vicaria de  amantes amortizadas.

Gracias a la pandemia consiguió aprender a hacer videoconferencias por zoom, a comprar por internet y a consultar el saldo sin ir al banco. El coche ni lo tocó y pudo centrarse en dar espuela a una desconocida pasión por los Mandalas, los puzzles y las series del Netflix.

Cuando las noticias informaron de que se había encontrado una vacuna contra el virus no le sentó ni mal ni bien, no pensaba abandonar la nueva rutina descubierta.

Cuando se puso en marcha la campaña de vacunación fue de los primeros en ser llamado y, aunque lo dudó, no quiso hacerle el caldo gordo a los negacionistas de carril bici y rap faltón; en el fondo, sentía una cierta simpatía por el virus que le había entregado a una nueva vida y no le desagradaba la idea de inyectárselo a modo de tatuaje  de agradecimiento y a la vez una posibilidad de conocerlo más de cerca.

Se inyectó las dosis pertinentes y cuando los expertos empezaron a decir que quizás sería necesaria una tercera dosis se presentó enseguida como voluntario y se la puso.

No pasó mucho tiempo hasta el día en que mientras coloreaba el mandala, se mesó la calva y notó con asombro una especie de pelusilla casi imperceptible, fue a mirarse al espejo pero apenas se veían aquellos esquejes anacrónicos. Poco a poco la cosa fue a más y la pelusa fue cubriendo toda su cabeza.

Unas semanas más tarde, se levantó de la cama, se lavó la cara y vio que su cabeza se había convertido en una especie de erizo de púas verdes con una bolita en la punta.

Afilando la mirada pudo leer en cada bola escrito con letra micrométrica: Pfizer, Astra Zéneca, Moderna, Sptunik, Jenssen, Sinovac.