La Voz de Galicia
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En tiempos de estabulamiento y privación de libertad asiste lo viajado. Los viajes realizados se engrandecen y ganan en color y emoción, en las conversaciones de amigos se recrean periplos de antaño y todo el mundo siente el calor de las pirámides o el perfume de Benidorm. Somos nómadas de origen y nos gusta recorrer el mundo.

Entre relatos viajeros surgió el tema de lo engorroso de las maletas que siempre llevan mucho más de lo que se necesita y ocupan un montón; cometí la imprudencia de contar que jamás viajo con más de una trolley pequeña y la suelo traer más vacía que la llevé. La cara de asombro del auditorio me alertó de que algo raro había dicho y  hecho.

Dos pantalones, dos camisas, cuatro camisetas, dos pares de calcetines cuatro gayumbos, un jersey, algo de bonito y el resto intendencia viajera, cargadores, neceser, ipad y  botiquin .  Si uno además se las ingenia para meter en la maleta solamente ropa prejubilada y jubilarla del todo por esos mundos de dios, entonces, se consigue la proeza de asombrar a los amigos.

A mí me resulta muy cómodo viajar así,  si bien no he sido viajero de tiempos largos que, me figuro, deben requerir de mucha más intendencia y glamur.

Viajar tan ligero de equipaje tiene sus ventajas pero también sus riesgos como perderla, que no quepa algo importante o dejarla para la posteridad con el olor a ese queso tan rico que trajiste de alguna tierra extraña.

Lo que me hizo dudar fue el hábito de abandonar la ropa caducada por sitios lejanos, verdaderamente, es ir dejando un rastro, una especie de baba existencial en cartas de embarque, un efímero grafiti personal que pudiera seguir algún sabueso impertinente y cabezón.

Viajar abandonando prendas amortizadas -pensé- es ir dejando rastros y restos de un mismo, pero nada muy diferente a colgar candados en los puentes, arrojar monedillas a los pozos, sobar reliquias milagreras o taracear corazones en árboles exóticos.

Tiene también el inconveniente de que muchas veces, la ropa abandonada se resiste a abandonarte y varias veces he tenido que batallar con amables hoteleros que me inundaron de correos solicitándome un dirección donde enviarme las botas, las camisetas o los pantalones repudiados urbi et orbe.

Me figuro que la buena gente que recoge mis rastros debe de poner la misma cara que mis amigos e  incluso, considerarme un desalmado por abandonar la camiseta de Batman en Cracovia o el pantalón en El Cairo.

Aún con todo, sigo encontrándole sus ventajas, mucho más que sufrir el suplicio de carretear maletones imposibles y tener que volver a lavar y planchar una intendencia que no me puse.

Que lle queren.