La Voz de Galicia
Seleccionar página

Se levantó el banderín de salida en el tour de force del verano y los arenales se llenaron de  gente cruda y ávida de sentir la caricia del primer sol rebelde a la pandemia.

En los más jóvenes se podía apreciar la expansión desenfrenada de tatuajes hasta las cejas. La moda viral que ha trasladado los graffitis de las paredes a los brazos, las piernas, el pecho, el cuello y los huecos secretos de adolescentes necesitados de rubricar su identidad para el comic del tic-tok y el Instagram . ¿Cuando tomarán conciencia de lo cansino que puede ser llevar toda la vida pintada la flor de loto en el muslo y el yin-yan en la pechera (cuando no el símbolo del infinito en el pescuezo o una cita en idioma ininteligible navegando la cara anterior del antebrazo).

Junto a los estrambóticos diseños epidérmicos de los jóvenes, las playas de la Galifornia sufrieron la invasión de los anticuerpos post pandémicos surgidos de los excesos dietéticos de la calamidad. Enmascarados o a pelo, el paisaje en general despedía un aroma de nutricionista y rehabilitación tras meses de inmovilidad telemática.

Pero lo relevante del fin de semana fue volver habitar de nuevo un paisaje playero -que el año pasado era más un decorado del Planeta de los Simios que un lugar de expansión lúdica-, dónde plantar sombrillas, neveras campineras, niños croqueta, y abuelos de meybas colosales. Bienvenida sea esta normalidad a medio gas.

Bastó un paseo por la orilla observando la fauna y flora humanas, para confirmar que lo único que no ha variado son los pies pescanova que te procuran las aguas escarchadas del Atlántico recién estrenado.

Y los niños azules que emergen del mar tiritando bocadillos de mortadela, plátanos que tienen mucho potasio y polos de formas y colores imposibles.