La Voz de Galicia
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El rhododendron ha empezado a lanzar besos de carmín fuccsia a  las magnolias sulangianas que asoman espigas púrpura  en el tronco desnudo, y los jóvenes jazmines compiten en aroma con las últimas daphnes odoras del invierno.

La vida se ha desperimetrado, se ha quitado las mascarillas, está probándose modelitos de temporada primavera-verano y tiene ganas de abejorros que  liben sus flores, arañas que  recorran el laberinto de  pétalos colgadas de un hilo rojo y besos, besos de tornillo con el sol. No va más, comenzamos la primavera del año I d.p (despues de la pandemia), la rutina del confinamiento ha cambiado muchos hábitos, roto muchos nervios y calmado muchas emociones; ya no somos los mismos de la hera pasada, sin embargo, la primavera siempre ha tenido la misma rutina relojera, el mismo ritmo  y la misma capacidad de despertar del letargo invernal a todo bicho viviente.

Ha pasado un año y seguimos en una anormalidad que comienza  a ser normal. Son muchas las consecuencias psicológicas de esta experiencia distópica imposibles de desarrollar en una columna de Procusto, pero  percibo en este último mes la consolidación de algunos cambios.

Pimero cantamos el resistiré en los balcones -nadie se marea en el combate-, luego salimos en estampida creyendo ganada la batalla; luego nos restringieron movimientos y relaciones provocando ira y ruina. Como una estampida humana nos agolpamos en la puerta de salida y la forzamos para montar el Belén y volvimos a perder ventaja. Pero con la amarga experiencia de tener ya un herido o un muerto cerca de casa.

La mayoría de la gente tiene más miedo,  más precaución y menos prisa,  porque   hemos visto la cara a un peligro que se ha escapado de la tele y está en nuestra calle.

Nos queda la primavera.