Hubo un tiempo en que el currante de tajo y sol y sombra piropeaba a las mujeres, eructaba el menú del día y miraba a Palacio o en el cine, los usos y maneras de una aristocracia que primero lo fue de cuna y después de fama.
La mayoría del folklore, los bailes, las músicas, la vestimenta y la comida, son una popularización de lo que hacían primero los nobles y después los famosos. Hoy la nobleza es una colección de sellos antiguos que sólo cotiza entre quienes pertenecen a ella y hace visitas guiadas para poder mantener sus cenizas; los famosos enseñan la casquería en Instagran.
Las cosas fueron bien y el pueblo llano comenzó a vestir de marca, el paisaje social se igualó en casi todo -si a caso alguna diferencia cuantitativa pero no exclusiva- porque casi todos pudimos viajar, comprar un coche, comer de Master Chef y vestir uniformados.
Los sellos entendieron el mensaje y se mostraron dispuestos a bajarse de las levitas y corpiños para probar las maneras de sus plagiadores, quedando encantados de aquella comodidad proletaria.
Los que tienen sello, suelen ser gente educada y distinguida y -como antes hizo el pueblo con ellos- recrearon el «pret a porter» de la igualdad hasta liderar las tendencias y marcar los precios.
Empezaron rompiendo los vaqueros buscando un aroma más descuidado que lucir en los rendez-vous de todo tipo (hay quienes se casaron con ellos) eso sí, a precio exclusivo.
Convirtieron la ropa interior en exterior y superamos ese envés del pudor que es el exhibicionismo.
Leí que Ralph Lauren está rompiendo la pana con una funda manchada de pintura que cuesta 700 euros y promete ser un éxito en el street style. («Siéntete como un obrero por 700 pavos»).
Si fuera aún para trabajar.