La Voz de Galicia
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Pertrechado de arriba abajo con mascarilla, hidrogel  y medalla de la Virgen del Perpetuo Socorro, desplegué el google map para localizar  los locales que contaban con terrazas expugnables  en mi lugar de veraneo. Una vez localizado el objetivo, me dirigí hacia él dispuesto a tomar un café a salvo de enemigos visibles e invisibles.

El local estaba franco de ría y sólo había un señor de edad leyendo el periódico, tomándose un coñac y fumando una pipa. Quedé pasmado -como los gatitos cuando  mamá gata les coge por el pescuezo para transportarlos a un lugar seguro-, la escena me regresó al único lugar así de que disponemos: la infancia y la adolescencia.

Tres pequeños detalles antaño cotidianos y prácticamente extinguidos en esta hipermodernidad  acelerada  y contagiosa que habitamos. El periódico de papel que  ha sufrido las embestidas de la prensa digital relegando su caricia a bares, hoteles y algunos mohicanos insobornables al 5G.

También los bebedores de coñac son una especie a extinguir que habitaban en el pasado, será porque los espirituosos –eau de vie, les llaman los franceses- rindieron su perfil cálido, lento, olfativo y de conversación pausada, al trago frío, rápido y bullanguero de los combinados de moda. Reflejo fiel de dos formas diferentes de vivir.

Y el embriagador aroma de una pipa bien encendida conforme al ritual ancestral que hoy sólo se encuentra en libros antiguos. En mi adolescencia casi todos intentamos fumar en pipa aunque pocos fueron los que consiguieron la maestría necesaria como para ser un auténtico fumador de pipa. Fumar en pipa era algo exclusivo de la gente adulta, intelectual, madura y elegante, por eso la mayoría fracasamos en el intento. Fumar en pipa te transformaba en lo que no eras, en lo que  Magritte expresaba en su cuadro: «Esto no es una pipa».