La Voz de Galicia
Seleccionar página

Nuestro destino es ir a la deriva hacia un final que no conocemos   y mientras tanto hacer filigranas con el barco, navegando sobre  mil historias con destinos diferentes que a veces encauzamos bien y otras sencillamente nos hunden.

Vivimos en la paradoja de que cuanto más nos comunicamos más aislados estamos. El contacto con el «otro»  ha mermado hasta el punto de suplantarlo por una multitud de imágenes asépticas en la pantalla. Esto nos aisló.

El infierno de la enfermedad es el mismo infierno que el de la obsesión por la salud, se sufre  igual estando enfermos que con el miedo a enfermar. Esta paradoja  se intenta resolver  desde el delirio de inmortalidad  apretando a correr,  operándonos de todo,  gastándonos un dineral en nutriciones saludable, en «cuidarnos» y estar centrados en nosotros mismos generando una sociedad narcisista que olvida al otro y se  aísla más.

En un mundo que te permite hacer  todo tú solo, donde el ocio  también se ha vuelto mayormente solitario, es lógico acabar adicto al selfi y al Instagran porque  es ahí donde te muestras  al mundo y donde unos amigos  de litio con muchos pixels te dicen que  gustas. Absolutamente solo.

Pero en esto llegó el coronavirus y  mandó parar como un  eficaz mecanismo cibernético de autorregulación del sistema que se pone en marcha para  corregir esta deshumanización y el  peligro de la soledad.

Covid-19  nos ha obligado  a reencontrarnos con el «otro real» que tiene fiebre, tose  y te da un pase bola a la cuarentena con dos estornudos y un beso.

El miedo al coronavirus nos ha traído al otro, hemos vuelto a tener que mirarnos  y sentir que formamos parte de la misma especie y la misma tripulación que no tiene grupo de wasap.

Cuando no puedes acercarte a menos de dos metros, no puedes tocarlo, no puedes darle la paz o  te aíslan,  es cuando verdaderamente percibes la ausencia y la necesidad del otro. El otro se hace más necesario cuando más se esfuma.

El otro ha regresado  cargado de coronavirus y hay que relacionarse con él cara a cara  vigilando las distancias cortas, pero también ha traído algo que habíamos olvidado: que nuestra vida depende de él  y de su tos. La paradoja del virus es que obligándonos a estar aislados nos ha vuelto a reunir.

La soledad forzada del aislamiento oscurece la locura , la esteriliza, la diluye, cuando estamos solos dejamos de estar locos. El silencio de la soledad es curativo.

Las pandemias cumplen a raja tabla con el mito del eterno retorno de Nietzsche y la autopoiesis de Maturana, son un recordatorio de que el ser humano nunca acaba de hacerse bien y necesita que le corrijan de tanto en tanto.