La Voz de Galicia
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Razones profesionales me llevaron a deambular por  Copenhague buscando una mirada que poder plasmar en tinta.

Se trata de una ciudad mediana, antiguo pueblo de pescadores vikingos que tiene su origen en el 800 que me dio para pergeñar unas pocas notas fuera de guía.

La actual Copenhague es relativamente nueva -no más de tres siglos- poco monumental comparada con otras capitales europeas, destacar un magnífico palacio  de la opera del 2005 y el obligado reclamo turístico de la estatua de La sirenita rodeada por decenas de sufridos orientales fotografiándola  como si no hubiera un mañana.

La ciudad tiene el encanto de las urbes luteranas veteadas de canales; en general el paisaje humano no tiene nada que ver con los fornidos wikingos y muchachas transparentes de pelo de nieve que habitan en el inconsciente colectivo de los forasteros, mayoritariamente se ve la misma mezcolanza de razas emigrantes que salpimientan las capitales de la vieja Europa.

Para distinguir unos de otros basta fijarse en cómo montan en bicicleta, los aborígenes van rectos y elegantes como si practicaran barra de ballet.

El ritmo en Copenhague es de un calmado  adagio,  no hacen ruido, beben cerveza suave, son educados, adoran el Tivoli, un viejo parque de atracciones situado en el centro, coloreado y naif como los cuentos de Andersen y su monarquía de Hola.

¿ Dónde vive la canalla en una ciudad así? – me preguntaba- ,pues en el reino independiente de Christiania, un pequeño trozo de terreno dónde está instalada una comunidad hippyfláutica con sus propias leyes ajenas al resto de la ciudad y dónde se vende y consume libremente marihuana y hachís de todos las calidades. Un gueto ácrata en el que conviven pacíficamente personajes de Ray Bradbury, Charles Dickens y Almodovar con  turistas perplejos de bermuda y colocón.