La Voz de Galicia
Escritos de Galicia y resto del planeta
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Manorbier. Miren, después de haber tenido la suerte de viajar tanto como yo viajé, muchas cosas no me sorprenden y muchas más no me alteran. Por ejemplo, que en Nicaragua me recibieran con un ¡Ah, venís de la madre puta! en vez de la madre patria me entró por un oído y me salió por el otro. Hace cuatro largos decenios más de una vez me dijeron que los españoles dábamos vergüenza por vivir tan tranquilos sin oponernos a la dictadura franquista, y visto el tono ni entré en discusión, y eso que en una de las ocasiones estaba allí, en Suecia, porque había tenido que salir corriendo de mi país.

Pero hay otras veces en que me avergüenzo. Pocas, pero alguna hay. Ayer, tras ver en el pub de Manorbier el partido entre España y Bielorrusia (3-0), un parroquiano amable me felicitó irónicamente al final: «Enhorabuena, habéis ganado el partido y vuestra Marina de Guerra obtuvo una gran victoria tirando a una mujer en el medio del Atlántico, un gran día». Y no supe qué contestar. Supongo que habré puesto una sonrisa de idiota y seguí bebiendo la cerveza. Es posible que me haya encogido suavemente de hombros, un tic habitual.

Y sí, son momentos en los que me avergüenzo de venir de donde vengo. No tengo elementos para aplaudir o condenar la acción de Greenpeace, así que sobre eso no me pronuncio. Pero que los machotes -uniforme, armamento, graduación, prepotencia- de la Armada hayan embestido una y otra vez a lanchas sin armamento alguno, no lo aplaudiré jamás. ¿Se imaginan eso en Suecia, Dinamarca, Gran Bretaña, Holanda…? Yo me lo imagino en una república bananera como Honduras, o en Argelia.

Muy valientes nuestros uniformados. Lástima que no lo fueran cuando los marroquíes entraron en el Sáhara -entonces colonia nuestra- sin disparar un solo tiro, sólo asustando. Entonces nuestro Ejército de Tierra, nuestra Fuerza Aérea y nuestra Marina de Guerra dieron media vuelta, echaron a correr y bien que se apuraron en llegar la madre patria, para allí buscar el cuarto de baño y poder cambiarse el calzoncillo, ostentosamente manchado.

Sí, el parroquiano de Manorbier tenía razón. Espero no encontrármelo hoy, para que no se caiga la cara de vergüenza.