La Voz de Galicia
Escritos de Galicia y resto del planeta
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Aeropuerto de Arlanda (Estocolmo). Todo funciona con perfección nórdica en el aeropuerto de Estocolmo, llamado Arlanda. Hay gente, mucha gente, pero apenas alboroto. Aquello de «como un ejército de hormigas» viene aquí al dedo. Nada enturbió el funcionamiento de esas grandes instalaciones con cinco terminales hasta que, esperando en la única pero ágil fila para pasar el control de seguridad, hace aparición la tripulación impecablemente uniformada de un vuelo: comandante, su segundo, comodoro y tres azafatas. No, ello no esperan cola sino que forman, colándose, otra paralela. Y ante el silencio educado y el asombro de todos los que estábamos allí, pasan delante. Y con gran parsimonia, porque usted y yo tenemos limitado el tamaño de los bultos que metemos a bordo pero estos patanes parece que no. Y venga cada uno a poner maletas y bolsas, y a quitarse cinturones y chaquetas, y así pasan casi 10 minutos. Una vez que los señoritos y señoritas han pasado la cola de los vulgares mortales -que en este tiempo se ha ido engrosando hasta muy atrás- ésta se pone en marcha.

¿Y qué pasa sin alguno de esos remplazables mortales íbamos algo justos de tiempo? Pues eso, ajo y agua. Podrá argumentarse que la tripulación sería la que iba con el reloj en contra, pero la respuesta es fácil: es su trabajo, cobran cada minuto y, si les es necesario y conveniente, que salgan de sus casas u hoteles unos minutos antes. Justo los que me han hecho perder a mí de mi irremplazable vida. Porque, en fin, luego me los encuentro desperdigados y parsimoniosos haciendo compras en la amplia y sugestiva zona comercial del aeropuerto.

¡Qué lástima que no tuviera yo un disfraz carnavalesco de piloto! ¡No hubiera tenido que haber esperado toda esa cola de ciudadanos que de tan pacientes parecíamos tontos!