La Voz de Galicia
Escritos de Galicia y resto del planeta
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Sobrado dos Monxes. Tenía pendiente una visita -la enésima- a Sobrado dos Monxes. Simbólicamente se la debía a Francisco Dotras, quien muy amablemente había hecho un comentario a un post mío anterior (se equivocó en una cosa: el «religioso joven» a que me refería no era Salvador Toro, sino esa gran persona con hábitos o sin ellos que es Quique).

En este caso fui a comer con Ángel y su mujer, los propietarios de la Casa do Queixo. Soy muy reacio a aceptar invitaciones porque temo que puedan coartar, y ya se sabe que a los periodistas nos invitan mucho y de todas partes… para que digamos que todo es maravilloso. Luego tienes que dar un mandoble y el que ayer te invitó te telefonea indignado porque has sido amigo traidor e infiel, y yo estoy harto de decir que mis amigos los elijo yo. En fin, así es esta profesión.

Pero Ángel llevaba insistiendo meses y meses, con constancia digna de mejor causa, de manera que llegó un momento en que me pareció hasta descortés darle un portazo. Además, en el fondo era comida de trabajo puesto que quería presentarme a varios amigos con negocios en el mundo rural. De forma que 12 personas nos pusimos ciegas de excelentes entremeses, pollo de la casa, cordero (¡sensacional!), jarrete, raxo con queso de la propia casa… en fin, que hasta me dejé llevar y tomé una taza de café, con el previsible resultado de que cerca de la una tenía los ojos como platos.

Y como el yantar fue relajado, no tomé notas, así que con mi proverbial despiste no sé cómo se llamaba nadie. A mi derecha estaba el propietario de Avifauna, una iniciativa lucense que me sonó bien y quedé en ir por allí (en La Voz de Galicia ya hemos publicado algunas cosas). A mi izquierda estaba el hijo de Maruja y Antonio, los dueños del sobresaliente Muíño de Pena, de turismo rural y en el municipio coruñés de O Pino, gente muy trabajadora y amabilísima. Enfrente tenía a muy grata moza que se ha metido en una aventura digna de aplauso: rescatar Casa Anduriña, también de turismo rural, centrándose principal pero no exclusivamente en grupos. Y más gente, claro, pero lo dicho: la memoria nunca fue mi fuerte. Durante horas ni siquiera fui capaz de recordar el nombre de la mujer que lleva adelante la gran cantidad de actividades que desarrollan en la Casa do Queixo durante todo el año pensando en los niños, a quien conocí ayer y con quien había hablado en varias ocasiones (perdona, Belén).

Eso sí, a la vuelta me detuve un momento en el monasterio. A comprar una mermelada, claro, de la fábrica esa que Francisco Dotras colaboró a montar. Porque el monasterio de Sobrado dos Monxes y la permanencia de su activa comunidad requiere el esfuerzo de todos. En lo que sea: no hay ayuda pequeña.