Los pollos del Galicia
Cuando los camareros del Galicia te preguntan qué quieres tomar te dan ganas de ponerte firme y contestar a gritos como el recluta cowboy de La chaqueta metálica: “Señor, sí señor. Jamón asado con queso, señor”. ¿Y de beber, pedazo de cabrón? “Una caña, señor. Con dos dedos de espuma, señor”. Exagero un poco, pero es que todo lo que ocurre en esta cafetería del Ensanche compostelano entre las 5 y las 7 de la mañana resulta desmesurado. A las ocho entran los primeros clientes de vida ordenada, que reciben una cuidada atención con la banda sonora de una churrería decente de buena mañana: la máquina del café calentando la leche, los platos y tazas que se ordenan en el lavavajillas, el roce del papel de los periódicos que se despliegan sobre una barra despejada y limpia… Solo dos horas antes, la guerra.
El Galicia abre puntual a las cinco para alimentar a tropas infinitas de jóvenes que no se han comido nada mejor en los pubs y discotecas de Santiago. Los camareros van a tope, espídicos, pim-pam-pum, bocadillo de atún. Y así llevan años, llenando el buche de los rezagados de la noche que no hicieron suficiente cama a las copas. A las seis de la mañana, a pleno rendimiento, los currantes se mueven dentro y fuera de la barra con la misma viveza y mala hostia que tiene la selección española de balonmano. Tras cumplimentar la comanda, marcan jugada y empieza el espectáculo: un grito a la cocina, movimiento en los fogones, amagan con las bebidas, asistencia a la encimera y cuando menos te lo esperas, zas, bocadillo chorreando en toda la boca. Antes de que levantes la mirada ya te están cantando el gol de la cuenta. Hay que pagar al momento, porque no se fían ni de su sombra. Así es la ley del Galicia, un bar plagado de carteles con instrucciones que marcan los límites a los clientes: está terminantemente prohibido cantar, y como recuerda una fotocopia con la imagen de Francisco Franco, “joderos (sic), conmigo se podía fumar”. Hace poco tiempo ha suavizado su aspecto de bar de combate mañanero montando a la entrada un exitoso horno de pizzería que maneja José Piedra, el propietario, que es de Luou (Teo) pero que ahora se ha puesto un simpático gorrillo y parece que haya nacido en la misma Via Veneto si se atiende a su soltura con la mozzarella. Incluso en estos tiempos hay colas del paro más cortas que las que atiende los viernes y sábados el reconvertido pizzero, que cuando hay lío siempre muestra su lado conciliador con la pala del horno en la mano. Así cualquiera.
La carta del Galicia es bastante primaria pero tiene guiños pensados para los personajes excesivos de la noche que entran dándose golpes en el pecho del hambre que tienen. Las denominadas Bombas son bocadillos gigantes, un menú degustación deconstruido a la brava que encierra en media barra de pan rodajas a discreción de lomo, queso, huevo, bacon, tomate… son solo aptas para bocazas. Ahora está a la baja, pero el plato que dio fama al local fue el pollo asado, todo un reconstituyente matinal que ayudaba a asentar el bebercio y que daba alas para aguantar las difíciles horas que iba a pasar el cuerpo a continuación. Sospecho que el régimen cuasi militar de la cafetería proviene de los loquísimos años 80, cuando la guarnición solía volar de mesa en mesa espoleada por la euforia. Hoy en día siguen apareciendo algunos gallitos en el corral que tratan de montar su particular pollo. Pero acaban siempre trinchados.
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