El carrito de los gin-tonics nos pierde
Tengo un amigo que es un cachondo y cada vez que quedamos para salir me recuerda que si el pan lo compramos en la panadería y el café lo pedimos en las cafeterías, los güisquis deberíamos tomarlos en las güisquerías. Al final acabamos en los bares de siempre, muy decentes todos ellos, pero su máxima me da pie para hablar de lo que está sucediendo en la noche de Santiago: los hosteleros se están despellejando vivos, sin piedad. Nunca fue un colectivo sólido ni unido, ni cuando en décadas pasadas las pesetas entraba en carretillas ni ahora que en las barras se sirve con cuentagotas.
Tuvieron y tienen motivos para defender su sector con planteamientos comunes, pero siempre prefirieron mirar de reojo a la competencia y ver los desmanes en la casa ajena. Ahora se amenazan con contratar a detectives para investigar presuntas irregularidades y se denuncian entre ellos para regocijo de las autoridades (in)competentes en la noche, la Xunta y el Concello, que ya ni necesitan de la palabra notarial de los agentes del turno de noche para tramitar sanciones de los que incumplen los estrictos horarios de las terrazas, los que estiran su cierre más de la cuenta o para controlar a los que les falta medio palmo para legalizar la puerta del baño de discapacitados. El buen trabajo corporativo que está haciendo la Asociación de Hostelería en sus secciones de restauración y hospedaje para dignificar un sector estratégico en una ciudad joven y turística se diluye a partir de la medianoche como los azucarillos en la queimada.
La división es evidente y tiene nombres propios: por un lado están las discotecas, que de alguna manera representan a la vieja guardia noctámbula. Llevan años en manos de los mismos empresarios, que han visto cómo su clientela ha ido menguando por la crisis y las estrecheces horarias hasta el punto de pasar auténticas dificultades para mantener céntricos locales de cientos de metros que, estéticamente, y este es un justo reproche, se quedaron en el Like a virgin. En la otra esquina de la barra, con cara de pocos amigos, está un grupo de emprendedores una generación más joven que ha visto en los negocios de la noche una oportunidad para ganarse la vida con propuestas que posiblemente se ajusten mejor a los tiempos y a una ciudad como Santiago, que históricamente prefirió divertirse en locales coquetos, sin estridencias y de pequeño formato. La guerra silenciosa va a más desde hace unos meses, y aunque la noche ya no es lo que era, vistos los aforos de algunos viernes o de los resucitados sábados bien se podría decir que los compostelanos, ante la crisis galopante, han decidido confiar su devaluado dinero a los bares, que dan pelotazos de satisfacción sin pedir rescates a cambio.
Hay precedentes. Hace nueve años, en la cresta de la ola económica, la Sala Capitol se emborrachaba de gente al tiempo que peleaba en los despachos para definir el tipo de licencia que podía encajar en un local tan singular. El escaso compromiso político y la denuncia de un particular fue lo que desencadenó que su uso se limitara a los espectáculos (con un éxito celebrado y contrastado) pero es conocida la extenuante presión que ejerció un grupo de empresarios ante el Concello para que el público copero fluyera entre el casco histórico y el Ensanche sin hacer parada en Concepción Arenal.
Ahora la tormenta está sobre los locales que, bajo el paraguas de una segunda actividad (a saber, conciertos, pequeños espectáculos y oferta gastronómica) tratan de sostener una economía que, en realidad, se fundamenta en los ingresos de las copas, que tras el palo de la conversión a los euros aún dejan un digno margen de ganancia. Productores privados de espectáculos que llevan años programando en locales como la gente de Chévere (Sala Nasa), o los propietarios de A Casa das Crechas, A Reixa, el Momo, la propia Capitol o más recientemente el pub Sónar, dan cuenta de lo difícil que es encajar los números de la taquilla en una ciudad tan dinámica como pequeña en la que el gentío resopla si tiene que adelantar más de 12 euros por un concierto, por bueno que sea el cartel.
Si de lo que se trata es de atraer clientela con una carta gastronómica aseada, el problema va más allá del complicado reto de contratar a un buen cocinero y sacar rendimiento a los fogones con productos perecederos que se arruinan en las neveras porque de domingo a jueves ya no se mueve una rata en Compostela. Simplemente, no existen permisos para encajar este modelo de restauración tan en auge en las grandes capitales. El ejemplo se puede personalizar en el nuevo Vaová de la Rúa Nova, que se autodenomina gastrobar. Le han tenido que diseñar una cuestionada licencia a medida. Dicho así suena feo, pero es cierto que su propuesta hostelera no encaja en ninguno de los catálogos que ofrece la Administración, siempre dos pasos por detrás de la realidad. La concesión, en trámite, ha sentado a cuerno quemado a otros empresarios, que en algunos casos llevan años esperando para reajustar su actividad a la demanda actual y a los siempre caprichosos movimientos de una clientela viciada que se sienta a cenar más tarde de las diez de la noche, ya sea en casa propia o ajena. Para desbordar el vaso de tubo de la paciencia, la muchedumbre, si es que llega a los bares de copas, lo hace cada vez más tarde, porque también es habitual que las pandillas y las parejas dispuestas todavía a gastarse unos euros en una noche de diversión caigan en la agradable tentación del carrito auxiliar de los gin-tonics, alargando las sobremesas en los restaurantes hasta horas más propias del camión de la basura.
El problema está ahí y seguirá enquistándose si los partidos de fútbol estelares de la televisión acaban al día siguiente. También mientras siga vigente esa manía española (porque solo pasa en España) de moverse por la noche en manada quemando las naves en cada local hasta que se encienden o apagan las luces, según sea costumbre. Desatendemos un inteligente consejo que me repetían mis padres cada vez que me daban dinero para salir: gástalo, pero repártelo bien.
Premiar a los clientes madrugadores, fijar a la clientela en horarios de baja actividad con alguna propuesta extraordinaria, avisar con tiempo de la última ronda o difundir los horarios de manera notoria y transparente, sin arañar minutos al reloj como todavía hacen muchos, podrían ser medidas sencillas que contribuyesen a hacer de una salida nocturna una experiencia más agradable, sobre todo para aquellos a los que ya no les vale todo si se trata de pagar y recibir un servicio que se va degradando a medida que pasan las horas. Y ayudaría también que, por una vez, las autoridades ejerciesen un control de los horarios racional y sin favoritismos, como denuncian en voz baja y sin mucho fundamento algunos propietarios que se han sentido agraviados. Desde los bares y restaurantes que estiran sus noches a puerta cerrada hasta que suene, a la hora en punto, la última canción de moda en la discoteca. Empezando como hay que empezar las cosas bien hechas: por el principio.
Buenas noches.