La Voz de Galicia

Hablaba con un periodista amigo y, después de un rato, le manifesté mi preocupación por el progresivo estrechamiento de la libertad para decir lo que uno piensa. Como nos conocemos muy bien y nuestras ideas apenas coinciden, me miró muy serio y dijo: «Todo el mundo puede decir lo que piensa. Pero tiene consecuencias». Me lo dijo en el tono en que una madre le dice al hijo que si no quiere hacer tal cosa allá él, pero que tendrá consecuencias. Así que le contesté que las consecuencias de un discurso razonado deben consistir siempre en otro discurso razonado, no en un insulto o una descalificación completa. Puse el ejemplo del matrimonio homosexual: si alguien argumenta en contra, habrá que contestarle con razonamientos que desmonten los suyos y no llamándole homófobo, categoría en la que caerían, paradójicamente, muchos homosexuales que ni entienden ni defienden tal figura jurídica.

Me dio la razón de mala gana, pero me la dio. Iba a decirle que si se puede criticar el matrimonio sin que nadie te agreda, por qué no cabe discutir también el homosexual. Hay temas de los que ya no se puede hablar si no es para reforzar el credo correcto, los dogmas impuestos. Respondió que parece lógico, por ejemplo, que no se dé cancha pública a los nazis. Le pregunté por qué y se extrañó: sabe que detesto la ideología nazi. Pero respondió. Ante sus motivos, le dije que por esas mismas razones deberíamos negar la palabra también a los comunistas, que las han hecho y siguen haciendo mucho peores. Todos los países comunistas son dictaduras, dijo, pero…

La libertad de expresión anda muy malherida, no ya aquí, sino en el mundo entero. Y cuando enferma la libertad, enfermamos todos.