La Voz de Galicia

La vida es un ejercicio más bien solitario en el que, según cómo te portes y qué suerte tengas, te acompañan algunas personas durante buena parte del trayecto o, al menos, en ciertas etapas: familiares y amigos que ayudan a sacar adelante la propia existencia de mil modos diferentes. Aunque el peso siempre lo lleva cada uno, porque a veces no sabemos compartirlo o porque, simplemente, no hay manera de compartirlo del todo, la familia y los amigos aligeran el vivir, lo inspiran y motivan, lo engrandecen incluso. Por eso duele tanto la muerte de uno de ellos.

Duele como una amputación, porque la vida de ningún modo puede seguir exactamente igual. Los amigos, como poco, son testigos que necesitamos. Ellos, de alguna manera, nos cuentan nuestra propia biografía: lo que somos y lo que queremos ser. Al perderlos, nos quedamos sin un conarrador. Con él o con ella, ese capítulo queda cercenado, interrumpido sin posibilidad de retomarlo. Por eso, la muerte del amigo nos amputa si no creemos en un más allá en el que el amigo sigue viviendo y testificando en nuestro favor, ayudándonos, libre ya de sus propios apuros y cargas.

Tengo una familia muy grande y muchos amigos, algunos de ellos mayores que yo, y últimamente se me han muerto varios. Ayer mismo uno, Antonio Legerén. Sé que no lo he perdido y que descansa de sus dolores y penas, tan duros y largos en los últimos años y, de modo particular, en los últimos meses. Pero noto el zarpazo e inevitablemente me faltará la alegría de su presencia física, siempre luminosa. En medio de sus sufrimientos prolongados, su vida llena de sentido tenía un valor infinito, porque era un hombre que ayudaba a vivir. Es decir, un amigo.

La Voz de Galicia, 24.octubre.2005