La Voz de Galicia

Vivimos en una cuerda floja tendida entre dos misterios, el del bien y el del mal, e intentamos equilibrarnos con una pértiga de racionalidad científica que rara vez evita que caigamos al abismo. Sorprende que mientras descartamos como superstición todo lo que no se puede ver y tocar, se multiplique el número de series de televisión, películas y publicaciones diversas en torno al diablo y lo maléfico: vampiros, fantasmas, brujas, hechiceros y el propio Lucifer en persona. Si nos quitan el misterio por un lado, si lo secularizan, tendemos a recuperarlo por otro -casi siempre más banal o perverso-, porque nos sabemos habitantes del misterio: nosotros mismos somos un misterio.

Da la impresión de que reconocemos fácilmente el carácter impenetrable del mal y sus atractivos. Todavía. Como si el ideal de una vida buena resultara idiota o infantil, algo de otros tiempos, el misterio del bien apenas nos interesa: carece de morbo y resulta demasiado exigente, salvo que revista formas heroicas espectaculares. Pero incluso entonces, nos atrae por el espectáculo. Nos avergüenza decirles a los niños que sean buenos y ni de broma nos planteamos ser virtuosos. Confiamos a la policía y a las leyes que sean buenos los otros, y protocolizamos los riesgos en sistemas de seguridad y códigos penales.

Pero la vecina dice sorprendida a los de televisión que el chico de al lado, el asesino múltiple, era un chaval normal y simpático; como el que maltrataba a mordiscos y quemaduras a la hija de su pareja; como la que guardaba sus fetos en la nevera. Todos parecían normales, pero como todos, vivían en la cuerda floja entre dos misterios. También Andreas Lubitz, copiloto.

Columna en La Voz de Galicia, 28.marzo.2015