La Voz de Galicia

Comunicar una habitación con otra implica abrir una puerta o derribar un muro. En el primer caso, se libera el acceso, se facilita el intercambio. En el segundo, se integra en un solo espacio. Comunicar significa siempre eso: unir, integrar, hacer que los diversos se conozcan y comprendan mediante la creación o el subrayado de ámbitos comunes. De modo que no puede llamarse comunicación al conjunto de acciones destinadas a desunir, enfrentar, odiar. Sin embargo, pese a disponer de medios más potentes y accesibles que nunca, la incomunicación se ha asentado en nuestras sociedades supuestamente hipercomunicadas.

En los periódicos, en las radios, en las televisiones y en las redes sociales -con esta gradación ascendente-, se palpa una cultura del rencor al comentar los sucesos internacionales, los nacionales e incluso las menudencias locales. El diccionario define ‘rencor’ como «resentimiento arraigado y tenaz». Sin duda, se trata de un vicio poco inteligente, como mínimo. En los conflictos nacionalistas, por ejemplo, los dos lados tienden a alentar el rencor, hasta que se enquista y termina en la toma de rehenes: pase lo que pase, como en el referendo escocés, siempre queda un montón de gente atrapada y se eleva unos grados el nivel de resentimiento. El problema escocés no se ha zanjado.

Con Cataluña, se produzca o no la consulta, ocurrirá lo mismo. Ya es demasiado tarde. Las estrategias de incomunicación funcionaron a toda máquina alimentadas por el fuel del resentimiento. El daño está consumado. Medrará el rencor. Una parte se sentirá inevitablemente atrapada, porque se ha incumplido el primer fin de la comunicación: compartir, poner en común, hacer comunidad.

Publicado en La Voz de Galicia, 20.septiembre.2014