La Voz de Galicia

La primera quincena de agosto se parece al vaso que tenía un gigantón de la isla de Madeira al que por su extraordinaria envergadura llamaban Macaco. Aquel vaso, según me contaron, rebasaba con mucho la medida del litro y tenía dos dibujos: uno casi en el borde, que representaba un diablo tumbado, y otro en el fondo con una imagen de Nuestra Señora de Fátima. Por lo visto, el Macaco entraba en la taberna, cogía su vaso y le decía al tabernero: “¡Ahógame ese diablo!”. Después, justo antes de empinarlo, añadía: “¡Que se me aparezca Nuestra Señora!”, y lo trasegaba hasta el final en un suspiro.

Aquí se suele decir que el corazón del verano va de Virgen a Virgen, del Carmen a la Asunción. Pero estas dos primeras semanas de agosto son el verano del verano, un tiempo de fiestas y reencuentros con familiares y amigos que andan por ahí y a los que no conseguimos ver tanto como quisiéramos. Lo recuerdo así desde niño: días livianos y alegres, en los que nos juntábamos decenas de primos en las casas de Recareu o de Mirás, que estallaban de críos, de besos y fiestas, de correteos y baños. Con el aliciente de dormir en el suelo, “dormir a rancho” le llamábamos: quizá porque parecíamos lechones acurrucados unos contra otros, tres o cuatro por manta, a lo mejor diez en cada cuarto. Aquello era vida.

En un suspiro de risas, como en el jarro del Macaco, se nos aparecía Nuestra Señora el 15 de agosto, que en Mirás era el día de la fiesta mayor. Empezaban a desaparecer primos y tíos camino de Baracaldo, de París o de Coruña, y el verano se ponía a dar cabezadas, a apagarse lentamente entre sollozos callados de despedida que ya presentían de algún modo las nostalgias de ahora.

Publicado en La Voz de Galicia, 2.agosto.2014