La Voz de Galicia

Dos veces o tres al año, la muerte pasa cerca, rozándonos casi o llevándose a los más próximos. Sigue siendo el gran misterio pese a tantos avances. Entendemos que el cuerpo se rompa en un accidente, que deje de funcionar o se desgaste con el paso del tiempo, pero no entendemos que tengamos que morir ni que se nos mueran otros, que se nos mutile un trozo de biografía y ya no podamos crecer por ese lado. Cuando ocurre, seguimos resistiéndonos como si nos pareciera irreverencia que el resto de nuestra vida, tan llena de cosas menores, vaya rellenando el vacío que dejó una persona, como si no la hubiéramos querido tanto: ese hueco debería seguir ahí siempre, pensamos, como una herida abierta que se niega a cicatrizar.

Paco Olea era un hombre que pretendía morir de pie y sin dar la lata. Poseía una inmensa fortuna que nunca quiso administrar y que solo Dios sabe hasta dónde alcanza: miles de amigos que le queríamos sin matices, porque no nos quedaba más remedio. ¿Cómo no querer a quien vive para ti sin pedir nada? Al ver tantísima gente en su funeral el sábado pasado, alguien dijo: «Pues aquí… nadie ha venido por cumplir». Porque Paco no cumplía, no gestionaba amistades, no entraba en el juego del «doy para que me des». Solo daba. A veces, simplemente escuchando lo que pocos tienen paciencia para escuchar: esas penas que, en el fondo, son las mismas en todos y que pueden aburrir mucho si no las recibe un amigo, alguien capaz de comprender nuestra singularidad.

Simone Weil pensaba que solo conocemos el bien cuando lo hacemos y que, sin embargo, el mal solo se reconoce si no se hace. Por eso necesitamos tanto a los buenos. Porque perciben la distinción esencial.

Publicado en La Voz de Galicia, 26.julio.2014