La Voz de Galicia

La censura tiende a pudrir la imaginación del público, a agostarla, a reducirla al esquema estrecho del pensamiento dominante. Dice Richard Ford (Flores en las grietas, Anagrama 2012) que la víctima de la censura no es el autor o autora, sino el público, a quien se impide ver algo que podría influirle o iluminarle y la capacidad de formular un valioso juicio moral o estético que diga: «No, esto no me gusta. Lo veo y rechazo esa sensibilidad. Busco la belleza y esto no es belleza». La verdadera censura, añade, no es un mero ataque personal que dice «no puedes decir eso», sino un ataque que, insidiosamente, dice «no puedes oír eso, no puedes saber eso, no puedes pensar eso». Estoy de acuerdo y me preocupa.

La censura moderna se caracteriza por empaquetar en silencio aquello que le disgusta o por agredir a quien lo haya escrito para evitar el debate, el cuerpo a cuerpo con ideas y argumentos contrarios al sistema. De ese modo, la pluralidad mengua hasta desaparecer o convertirse en aparente. Y con ella, mengua también la democracia. Se condena cualquier disidencia a la hoguera mediática. Ocurrió con el debate demográfico y ahora padecemos las consecuencias. Sucede hoy con una lista cada día más amplia de asuntos que no se pueden tratar sin riesgo de apedreamiento. Como dice Ford, siguiendo a Rushdie, «donde no hay debate es difícil seguir recordando cada día que a todo razonamiento se le ha mutilado una línea argumental. Así, resulta casi imposible imaginar qué se ha reprimido y muy fácil, en cambio, pensar que lo reprimido carecía de valor o era tan peligroso que debía ser eliminado».

Publicado en La Voz de Galicia, 30.noviembre.2013