La Voz de Galicia

Ya no recuerdo cuándo estuve en Dallas y visité con tantísima curiosidad la curva donde asesinaron a John F. Kennedy y el museo instalado en el almacén desde el que disparó Oswald. Para entonces me había curado algo de la atracción que Camelot y el mundo Kennedy en general ejercieron sobre mí durante muchos años, y del museo apenas me interesó el mero estar allí y el vídeo de Walter Conkite, que ya conocía, pero que no me canso de ver: le pasan la nota oficial que confirma la muerte del presidente, la lee en directo con tono profesional, pero su cara va transformándose, su voz se quiebra en un carraspeo y se quita las gafas al borde del llanto.

Ahora me interesa más por qué los Kennedy mantienen el aura cincuenta años después. Leí con cierta desgana inicial las memorias de Edward Kennedy y caí en la cuenta de que seguía fascinado por el mito. La mitología de lo kennediano se corresponde casi al milímetro con la idea americana sobre sí mismos que tanto admiramos también los demás. Esa debe de ser la clave. El mito Kennedy conecta con el despliegue simbólico de El Gran Gatsby. No es casualidad que la novela de Scott Fitgerald haya sido adaptada al cine en cinco ocasiones, la última este mismo año, ni que el lema del mandato de Kennedy se concretara en La nueva frontera. Esa mezcla de audacia y espacios de conquista, inmoralidad, reyes y princesas de Camelot, debilidad y fuerza, brillo y lobreguez resulta muy narrativa, sirve incluso para contarnos nuestras vidas o lo que quisiéramos que fueran o dejaran de ser.

Publicado en La Voz de Galicia, 23.noviembre.2013