La Voz de Galicia

Solo una época como la nuestra, con escasa querencia hacia la verdad, podría celebrar por todo lo alto a los falsificadores. Se dice que la hipocresía es el tributo que el vicio rinde a la virtud, pero de lo falso no se puede decir que rinda pleitesía a la verdad, sino todo lo contrario: lo falso, por definición, se apropia de lo verdadero, lo genuino, lo original, lo verdaderamente valioso y lo destruye y denigra. Lo calumnia. La falsedad es soberbia frente a la legítima imitación, que es modesta, reconoce lo auténtico e intenta acercársele como un modo de aprender. Andrés Trapiello lamentaba el otro día el éxito de una exposición de Elmyr de Hory, el más célebre falsificador de obras de arte. Le parecía una manera «de alimentar el resentimiento de las masas hacia lo original, sembrando la duda de que todo puede ser falso o, al revés, que no hay nada verdadero y genuino en este mundo».

Me recordó un aforismo de Cioran: «Diógenes se dedicaba a falsificar moneda. Todo hombre que no crea en la verdad absoluta tiene derecho a falsificar cualquier cosa». Cabría completarlo para nuestra época: «Todo hombre que considera el dinero única verdad absoluta tiene derecho a falsificar cualquier cosa». De hecho, está condenado a hacerlo.

Lo falsificamos todo: no solo arte o moneda, falsificamos tesis doctorales, bolsos y polos, currículos, la contabilidad, el sabor a fresa y los ERE. No sé si ha habido un período histórico tan falsificador, así que entiendo, aunque lo lamente, el fervor por De Hory. Vivir en lo falso, entre Judas de plástico, es el castigo justo por despreciar los rigores de lo verdadero.

Publicado en La Voz de Galicia, 23.marzo.2013