La Voz de Galicia

Pensaba escribir una cosa más o menos humorística y distanciada que sirviera de justificación por la ausencia del sábado pasado, si es que alguien la ha advertido: un texto más bien superficial y frívolo sobre la compulsiva necesidad que sienten las personas de reñir al infartado y amonestarle a que cambie de vida, como si el infartado se hubiera dejado seducir y someter por los placeres del trabajo excesivo, el muy vicioso. O sobre la tendencia de los varones en cierta edad a pedir relatos muy detallados de los síntomas y sus circunstancias, de cómo y cuándo se notan, y con qué calidades e intensidades. O quizá, sobre esa sensación de volverse cristalería, algo frágil capaz de reducirse a mil arenas de vidrio por el empujón de un bebé, como aquel personaje de Delibes que se imaginaba en el pecho una bombilla finísima que cualquiera podría quebrar, incluso él mismo, a poco que se descuidara. O hablar de las mañanas de ambulatorio, el mismo de la niñez, al que no había vuelto, con las mismas conversaciones de las señoras que cuentan en público sus males y la vida de sus hijos y sus nueras y sus nietos. O hablar solo de las mañanas, de los barrios de la mañana, poblados por gente tan distinta de la que se ve en ellos por la tarde o el fin de semana: gente diferente en su aspecto, en su forma de moverse, en lo que hacen. Qué nuevo todo. La vida grabada en slow motion, a cámara lenta, como suspendida, flotante y con brillos en los bordes. O intentar un agradecimiento: tanto que agradecer a tantos. Hubiera estado bien. Quise hacerlo, pero… es como si las palabras hubieran encogido.

Publicado en La Voz de Galicia, 2.febrero.2013