La Voz de Galicia

El tiempo perdido en quejarse es eso: tiempo perdido. Ya sé que el refrán dice que «quen non chora non mama», pero solo es cierto cuando se llora sin exagerar y ante quien puede resolver las cosas. En cualquier caso, no me refiero a esto ni a la protesta ante lo injusto, necesaria incluso sin posibilidad de éxito. Me refiero a la queja más personal, destinada a justificarse, y que sirve apenas para darse lástima a uno mismo. Ese tipo de queja termina por aburrir a la familia y a los amigos y por alegrar a los enemigos. Un tipo de lamento que no debería calificarse de inútil, porque en realidad resulta perjudicial, contraproducente. En nuestros días, responder con un simple «bien» al «¿cómo estás?» puede parecer una presunción casi provocadora, una desfachatez insolidaria, propia de almas débiles. Y la sonrisa a punto está de alcanzar una condición parecida. Sin embargo, me parece que sonreír y no quejarse caracteriza, precisamente, a los fuertes. Cuando un fuerte se queja, tiembla el mundo. Cuando se queja el quejica, su interlocutor sestea y mira a todas partes en busca de un aliviadero, una vía de escape cualquiera. El quejica desangra sus energías buscando culpables, repartiendo responsabilidades a diestro y siniestro, exculpándose, en vez de emplear esos recursos en esfuerzos que le puedan sacar de su mala situación, que a veces ni siquiera es tal, pero permite ese ejercicio de vertiginosa autocompasión retroalimentada, muy próxima a la lujuria, como decía Greene, y que tantas depresiones ha producido. Aquellos versos, «Facilidad, mala novia. ¡Pero me quería tanto!» se aplican también hoy, cuando lo fácil es quejarse.

Publicado en La Voz de Galicia, 12.enero.2013