La Voz de Galicia

Cuando les mando práctica libre, los alumnos de primero me miran mal, con cara de «no nos hagas esto». Resoplan y rezongan, tardan en ponerse a escribir. Prefieren, en contra de lo esperable, los ejercicios de escritura con tema o género prefijados. Y tiene sentido. La práctica libre, sin límites de espacio ni de formato, funciona como una mayoría absoluta: parece que se puede hacer cualquier cosa, que no hay límites ni fronteras. Y no. Siempre los hay, empezando por los límites propios.

El alumno al que se ofrece una práctica libre, como el Gobierno con mayoría absoluta, se queda sin disculpas y eso le da vértigo, porque le enfrenta con su capacidad creativa y con su experiencia. Percibe de algún modo que la libertad nunca es absoluta ni sirve para nada si no está al servicio de alguien, si no se compromete. Porque decidir el asunto sobre el que tienen que escribir ya significa un compromiso, y el tono en el que lo afronten -humorístico o formal, distanciado o cómplice-, otro. Y luego está la realidad misma, tan poco dúctil, tan reacia a dejarse transformar en palabras y frases, en párrafos, como ocurre a los Gobiernos con los mercados y esas cosas.

Quizá los mejores alumnos escriben sus mejores textos en la práctica libre y, por lo mismo, los peores escriben los peores. Como en la vida. Como en el gobierno de las naciones, como en todo. Curiosamente, el miedo a la libertad es miedo a uno mismo, a las propias limitaciones, a no parecerse lo suficiente a los demás, a tener principios, juicio y criterio, a desentonar. La libertad exige mucho.

Publicado en La Voz de Galicia, 1.diciembre.2012