La Voz de Galicia

Anteayer, mientras sorteaba en los digitales las noticias sobre la muerte de una tal Sylvia Kristel, más conocida por el nombre de su personaje, Emmanuelle, recordé unos segundos que me dejaron helado en la vieja terminal de Barajas: una actriz que aún conserva su nombre, llevada en volandas y a toda velocidad por otras dos mujeres más jóvenes, vestidas de negro las tres. A Brigitte Nielsen se la veía consciente, pero los pies no le respondían, la cabeza se le caía a los lados y se dejaba arrastrar con la mirada perdida. No parecía ya ni alta ni guapa, ni respondía siquiera a la metáfora de la muñeca rota. Solo daba lástima. Una mujer hermosa más devorada por las masas, consumida.

Anoche dejé de escapar de las noticias sobre Sylvia, porque tropecé con un comentario de Rubén Amón en la radio: le había hecho una entrevista al poco de publicar ella sus memorias y recordaba que la encontró «vestida como una catequista», y que no la reconoció hasta que ella le dijo: «Soy yo». Recordaba, sobre todo, que la actriz se arrepentía de no haber amado nunca a nadie, pese a tantas camas y canas. Estaba ya muriéndose de casi todo. Rubén Amón lo contaba con un estremecimiento que dolía.

En la biografía de Sylvia Kristel pueden reconocerse algunas causas de este final: una infancia de atropellos, el abandono de su padre, la inmersión precoz en la vorágine de la moda y el espectáculo… Y al final, a mí, sin haber visto ninguna de esas películas que ahora todos coinciden en calificar de bodrios, me queda una desoladora sensación de culpabilidad. Como si la hubiera matado yo.

Publicado en La Voz de Galicia, 20.octubre.2012