La Voz de Galicia

La felicidad tiene que ver con lo excesivo. Algunos piensan que la aseguran poniendo diques a lo que les rebasa: lo reducen a proporciones digeribles o, simplemente, lo tachan, borran lo excesivo de sus vidas y se conforman con un vivir pequeñito, de casa de muñecas, donde resulta fácil acomodar cada elemento, donde los demás son apenas muñecos que sirven al juego y uno lo controla todo a su gusto, mientras dura. Mientras dura la casita, mientras duran los muñecos, mientras duran las ganas de jugar.

Otros buscan la felicidad como pueden, sin descartar lo que les excede por mucho que a veces no lo comprendan del todo o comprendan incluso poco. No hacen maquetas del universo, que serían falsas, para intentar abarcarlo, sino que se pasman en su contemplación, en la inmensidad tremenda que se expande más allá de unos límites desconocidos y a partir de un origen igualmente ignoto. Pasmarse no significa renunciar a comprender, más bien lo exige. Pero cuanto más comprendemos, más se amplía el ámbito de lo desconocido. Ocurre también con nuestra propia libertad. Y ocurre, sobre todo, con el amor, tan excesivo e incontrolable.

Las sociedades que se articulan como casitas de muñecas se aseguran un infierno. Como no quieren saber nada de lo excesivo y rechazan lo incontrolable, terminan sometidas a las manías de un loco o de varios, quizá astrólogos. Las otras, ya digo, van haciendo lo que pueden, pero progresan. Nos viene muy bien, por eso, el Año de la Fe que ha convocado Benedicto XVI y arranca el jueves. Otra oportunidad para lo excesivo, para lo que no podemos controlar.

Publicado en La Voz de Galicia, 6.octubre.2012