No escribí sobre la reforma del aborto que anuncia Gallardón, porque me pareció una jugada política hábil, sin más: si resiste como Aído, se pondrá una medalla ante los suyos y dejará las cosas como están, porque la reforma afecta solo al 1,44 por ciento de los casos que, además, fácilmente pueden acogerse a otros supuestos-coladero.
Pero está en juego un principio y, aunque de hecho nada práctico suceda, los abortistas no quieren ceder una milésima. Suele definirse como “ideología” un conjunto rígido de ideas simplificadas, en las que se subraya sobre todo una que sirve de guía para la acción. Implica casi siempre un sentimiento de superioridad moral, de modo que quien disienta será tomado por inferior o deshonesto. Por eso, si defiende la reforma, se le acusará de insensible. “A nadie le gusta abortar”, le dirán, como si ese disgusto santificara la cosa y la convirtiera en heroica, como si quien opta por dar a luz fuera cobarde o insensata. O de retrógrado, porque priva a las mujeres del “derecho a decidir sobre su maternidad”, que nadie niega, sino el derecho a decidir sobre la vida de otros. Entonces será machista: “Es un embrión o un feto”, dirán. Pero un ser vivo humano al que se mata, en cualquier caso.
Sin embargo no les parece insensible hablar de “monstruos”, como hizo Rosa Regás. La verdadera monstruosidad es la del alma. La que lleva a identificar sufrimiento físico con infelicidad, algo tan falso. El dolor físico lo paliamos bien. Lo que la medicina aun no cura es el dolor moral que se oculta tras debates tramposos como este.
Creo sinceramente que la ley actual está bien pues deja en la conciencia de cada cual la decisión de llevar o no adelante una vida, pues al fin y al cabo el ser que nazca va a depender completamente de sus padres. Si ellos se ven con fuerzas para ello, adelante. Yo prefiero que me dejen ese asunto a mi conciencia. También estoy de acuerdo con que las menores no puedan abortar sin permiso paterno. Pero el estado tiene que regular lo menos posible la moral y la vida de cada cual.
Pues yo creo sinceramente que la ley actual es un engendro jurídico. Si las leyes dejaran a la conciencia de cada cual la decisión de acatar el código de circulación o de respetar la propiedad privada, dando por sentadas la responsabilidad y la bonhomía de los ciudadanos, es seguro que la justicia desaparecería de la sociedad. Imperaría la ley del más bestia o astuto. En un momento dado, preferiría que mis obligaciones ante la Agencia Tributaria fueran algo que decidiera yo según me dictase mi propia conciencia, pero tomar en serio tal preferencia equivaldría a despreciar tanto la ley como la moral, que es a lo que se ha dedicado nuestra legislación sobre el aborto.
Garantizar la seguridad y la vida de un ser humano en la sociedad es un imperativo jurídico-político siempre que la sociedad aspire a constituir un estado de derecho; de lo contrario, nos encontraremos con un sucedáneo cuyas leyes institucionalizan la hipocresía política y social o con una tiranía encubierta. Es competencia elemental de un estado justo garantizar la seguridad e integridad del ser humano. La protección del derecho a la vida de los más débiles es el principio más básico de un sistema legal que quiera ser congruente. Los individuos podrán tener las convicciones morales, éticas y religiosas que deseen, pero no les asiste el derecho a atentar contra la vida humana basándose en ellas, por muy sofisticadas o exóticas que sean. De ahí lo paradójico que resulta el intento de reducir el respeto a la vida humana a una materia que atañe en exclusiva a la conciencia personal. Y, para colmo, casi haciendo alarde de independencia de criterio frente al estado, cuando fue precisamente el estado quien, sin especial disimulo, intimidó todo lo que pudo al poder judicial para que no se anduviera con remilgos legales y se plegara dócilmente a la voluntad política del partido gobernante.
No por casualidad, quienes en su día introdujeron el aborto en España fueron los mismos acabaron con la independencia judicial y la separación de poderes. En 1985 se despenaliza el aborto, dos años después de que el Presidente del TC, Manuel García-Pelayo, fuera presionado hasta la extenuación por Alfonso Guerra y Felipe González para que la sentencia sobre la expropiación de Rumasa fuera favorable al gobierno.
Cuando el TC, presidido aún por García-Pelayo, se encuentre en plenas deliberaciones sobre la constitucionalidad de la propuesta socialista de despenalizar el aborto, Alfonso Guerra no se cortará ni un pelo haciendo declaraciones sobre el sentido en el que el Tribunal debería dictar sentencia. El entonces Vicepresidente del Gobierno no entiende cómo trescientas cincuenta personas (el Congreso, que puede controlar) pueden equivocarse y doce (el TC) no; tampoco entiende cómo esas doce personas pueden obstaculizar las reformas que iba a llevar a cabo el PSOE sin haber sido elegidas por voto popular. Vamos, que la ley debía interpretarse —o retorcerse— a conveniencia del poder político. Lo de la tiranía de las mayorías y la independencia judicial, al parecer, le importaba un comino al locuaz Vicepresidente. Añadió que una sentencia contraria a la despenalización del aborto pondría al Tribunal en una situación socialmente difícil, además de hacernos retroceder al siglo XVIII, cuando se propuso la división de poderes. Según Alfonso Guerra, la separación de poderes nos condenaba a «seguir viviendo en la época de Montesquieu, cuando hace mucho tiempo que ha muerto». El político andaluz, desde luego, no tiene ni un pelo de tonto, porque con el tiempo incluso no pocos de sus más acérrimos críticos, defensores a tiempo y a destiempo de la independencia judicial, guardan un piadoso silencio sobre las circunstancias en las que se tramitó despenalización del aborto. Es de suponer que se deben a su público, y hoy queda muy bárbaro y clerical poner peros una decisión en conciencia. Póngase cierto énfasis al vocablo «conciencia». Desde hace años es muy raro oír o leer la palabra sin que venga acompañada de expresiones como «interrupción del embarazo», «hijo no deseado», «aborto libre» y similares. Uno a veces se pregunta si en nuestra sociedad la conciencia no será un vestigio conceptual de la Edad Media que solo se ejercita o lleva a la práctica poco antes de tomar la decisión de abortar.
Al principio, para debatir sobre la ley del aborto había que contemplar casos extremos como violaciones, hijos deformes y riesgos para la salud de la madre. Pero, por lo visto, aquello eran melindres o algún tipo de represión social ya superada. Ahora, con mucha parsimonia, basta con que unos padres no se sientan capaces de sacar a su hijo adelante para que proceda acabar con su vida después de meditarlo concienzudamente. Supongo que, de una forma u otra, todos somos responsables del extremo al que hemos llegado trivializando el valor de la vida humana. Mi mayor dificultad para sentirme orgulloso de ser español es que en la sede de la Soberanía nacional se haya gestado tan mayúscula hipocresía y en España se vengan perpetrando anualmente más de 100.000 abortos.
No pretendo que asuma mis postulados libertarios pero tampoco deseo que mezcle cosas que no son comparables. Usted me compara mi decisión de abortar o no con dejar al capricho de cada cual el hecho de cumplir leyes tributarias o códigos de circulación. Creo que no es muy acertada y no me parece necesario que le tenga que explicar el porqué. Hay leyes y códigos completamente necesarios para, como dice usted, evitar que impere la ley del más bestia. Hasta ahí estamos de acuerdo. Pero el embarazo es algo más. La principal es que con el aborto me interpongo en la libertad, si así se puede decir, de un tercero que lleva otro ser en su seno (Creo que en términos jurídicos no es todavía persona). Ese ser humano tiene una depedendencia tan directa de su madre que, aunque no cabe duda de que es genéticamente diferente y de que no es un quiste ni un bulto que se extirpa, nadie sino la conciencia de la madre es quien de decir si se sigue o no con la gestación. En ese caso y por la dependencia funcional tan fuerte que hay entre sujeto y objeto es por lo que defiendo que sea la propia conciencia la que dicte sentencia y no un juez. Por lo tanto queda claro que o es el mismo caso del código de la circulación o del tributo de impuestos. En estos casos la decisiones se toman entre sujetos libres mientras que el de la gestación la libertad e uno condiciona definitivamente al otro. No hay independencia. Y para mi las reglas y las leyes sólo son válidas si hay libertad para incumplirlas.
Usted me mete por el medio al PSOE y no tengo absolutamente nada que ver con esa gente. Quizás pretende darme una perspectiva histórica la cual le agradezco pero mi punto de vista es exclusivamente personal de mi concepción de libertad y consciencia (No hablo ahora de la conciencia) Le puedo decir, puestos a citar otros temas, que la ley de divorcio no hubiera sido posible si dependiese de los sectores católicos más ortodoxos y años después muchos de aquellos que se opusieron fueron beneficiarios de aquella ley.
Por último quiero dejar claro que no soy amigo de los eufemismos. Y el aborto no es extirpar un quiste ni una IVE. Pero incluso matar a un ser humano en estas circunstancias sólo queda al dictado de nuestra conciencia. No voy a entrar si son 14 o 9 semanas pero para mí es importante que una mujer tenga la libertad para rechazar aquello que o no buscó o no acepta.
En definitiva, no estoy a favor del aborto como no estoy a favor, en casos generales, de atentar contra la vida de nadie pero sí deseo que me dejen elegir.
Admito que no es comparable eliminar a un ser humano con saltarse semáforos o defraudar a hacienda. Pero son acciones que deben ser contempladas por la ley, que no pueden dejarse sin más a lo que tenga a bien decidir cada individuo al respecto. Nuestra Constitución dice que «todos tienen derecho a la vida», luego, por pura lógica, debería protegerse la vida del no nacido. Como decía Montesquieu, algo no es justo por ser ley, sino al revés: debe ser ley porque es justo.
Fue un gobierno del PSOE quien metió el aborto en España. De ordinario, los atropellos jurídicos que permiten dar muerte a los seres humanos no nacidos casi nunca responden a la voluntad popular. Son perpetrados desde arriba y el cuarto poder, como de costumbre, se encarga de dar una apariencia legítima a la arbitrariedad de los políticos. Y, en efecto, muchos de quienes se oponen inicialmente a tamaño despropósito terminan después siendo sus «beneficiarios». Por fortuna, no fue el caso de nuestras madres. Por eso podemos ahora argumentar sobre algo que, en realidad, es muy difícil argumentar: lo evidente no se demuestra; demostrar algo es precisamente reducirlo a la evidencia. Dado que la Biología nos ha proporcionado ya la evidencia de que el no nacido es un individuo de la especie humana único e irrepetible —seguirá dependiendo de la madre también después de su nacimiento—, no cabe sino señalar el hecho. Ante la negación de la evidencia, las razones se apoyan en deseos o intenciones, no en la realidad.
Lo de cuándo sea el ser humano no nacido persona, autoconsciente, desee vivir, etc. son espiritualismos, tecnicismos u ocurrencias que en este debate solo pretenden desviar la atención de la evidencia: que matar a un ser humano inocente es inaceptable jurídica y éticamente.