La Voz de Galicia

Ya se fue Dívar y tardó demasiado. Convendría ahora analizar con calma lo sucedido. Estoy de acuerdo solo con uno de los adjetivos que el propio juez utilizó para referirse al ataque contra él: «desproporcionado». Cabía el ataque, desde luego, pero encendieron la hoguera de la laica inquisición, como si fuera el chivo expiatorio de todos los males del mundo. Pudo demostrarse que no había cometido delitos y la carga de la culpa se adobó con sugerencias acerca de su vida privada que, me parece, nadie ha confirmado, pero bastaron para que todas las iras y todas las ironías se desataran contra su persona. Alguien muy cercano a él desde la infancia me desmiente tales insinuaciones. Pero ya lo han lapidado.

Con independencia del origen del asunto -peleas entre magistrados o motivaciones políticas-, el núcleo duro del entorno gay se ha movido de manera despiadada: no consideran un gay pura sangre a quien lo oculta, a quien simpatiza con el PP y/o se comporta como un católico practicante, como si no tuviera esos derechos. Se ocupó de esto Arcadi Espada en un durísimo artículo del pasado martes.

El mismo vapuleo se ha repetido esta semana con Mario Vaquerizo y su concierto en el orgullo gay de estas tierras: «Reprimido, casado con una mujer, sumiso, divertido bufón y cómplice de la homófoba Iglesia», dijeron. Así funciona.

La historia del doctor Robert Spitzer ayuda a hacerse cargo de la violencia que son capaces de ejercer sobre una persona hasta el final. Spitzer cometió el gravísimo error de demostrar que «algunos homosexuales pueden cambiar». Otro de los dogmas inmutables del movimiento.

La Voz de Galicia, 23.junio.2012

Relacionados: La vida privada de Carlos Dívar