La Voz de Galicia

En un artículo publicado en El País, Luis Ayala daba este jueves un dato estremecedor que andaba yo buscando hace mucho tiempo: «Entre el 2006 y el 2010, los ingresos del 5 % de la población con rentas más bajas cayeron cerca de un nueve por ciento», mientras que los del 5 % de rentas más altas crecieron en un porcentaje cercano al diez. Es decir: se estaba acentuando una desigualdad crónica que los recortes de la crisis -era la tesis de su artículo- pueden agravar hasta límites estremecedores. Ayala hace un análisis interesante, aunque prescinde de los motivos socioculturales para explicar esta brecha cada día más profunda desde, dice, los primeros años noventa, y se remite casi solo a las políticas redistributivas insuficientes.

El gran problema, me parece, reside en la progresiva deshumanización de nuestras sociedades que, con sus instituciones proveedoras de valores averiadas -familia, educación, iglesias-, han quedado sometidas a una visión meramente comercial de la persona: valemos en función de nuestro grado de imprescindibilidad económica. A los indispensables se les paga lo que haga falta y a los recambiables, lo menos posible.
Escribía Simon Leys: «Por una irónica paradoja, el proletariado está condenado al ocio forzado del desempleo crónico, mientras que los miembros de la élite educada, cuyas profesiones liberales han sido transformadas en máquinas dementes de hacer dinero, se condenan a sí mismas a la esclavitud de un trabajo abrumador que no cesa ni de día ni de noche, sin tregua, hasta que revientan en la tarea, como acémilas aplastadas por su propia carga». Deberíamos repensarlo. Y no solo en clave económica.

Publicado el sábado 12.mayo.201

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