La Voz de Galicia

Me disgustan esas conversaciones que añoran la juventud perdida, los “¡Ay si tuviera veinte años!” y lamentos parecidos, porque prefiero la edad de cada momento y, por alguna razón quizá equivocada, pienso que a todo el mundo debería sucederle lo mismo. Así que, cuando la gente se pone en ese plan, suelo reponer que de ningún modo volvería a los veinte con el riesgo de cometer los mismos o peores errores que los que ya he cometido, de pasar los mismos o peores trabajos que los ya pasados, de llorar las lloreras que ya he llorado o peores y de navegar por las angustias que ya quedaron atrás. Ayer, de pronto, comprendí que quizá era una pose y que mis instintos son los comunes.
Decidí pesarme después de años sin hacerlo, por la insistencia de algunos en que había adelgazado una barbaridad. Aproveché un rato de ejercicio y pedí la báscula. Me subieron a una que, además del peso, calcula no sé cuantas cosas más que he olvidado, salvo esta: la edad biológica que, supuestamente, represento. Ahí la máquina, tan amable, me quitó 16 años de golpe. Desconfié: “Esta máquina es de marketing”, les dije riéndome, y el chico respondió que “a algunas personas les da mal”, más edad de la que tienen, supongo. Eso confirmó la sospecha, pero salí de allí contento como un bobo.
Lógico, dirán. Al fin y al cabo, no he vuelto a los treintaytantos que me adjudicaba la báscula ni a los trabajos pendientes de entonces, a ese laborioso modelado del propio corazón en el que consiste vivir.

Y por cierto, no había adelgazado nada.

Publicado en La Voz de Galicia, 10.marzo.2012