La Voz de Galicia

No sé por qué me atrevo. Apenas conocí a Isaac Díaz Pardo. Le saludaba una o dos veces al año en actos de La Voz. Llegaba siempre el primero y me quedaba con él en la esquina que en cada caso eligiera, para acompañarlo y darle conversación. Para acompañarlo, más bien, porque hablaba poco y no sabía cómo sacarle las palabras. Quizá porque me imponía aquel hombre tan bajo, tan delgado y, a la vez, tan apersonado. Pero tampoco conseguían mucho más los invitados que acudían inmediatamente a su esquina en cuanto lo divisaban.
Escribía ayer Manolo Rivas que la vida de Isaac consistió en un continuo hacerse invisible. Encaja. Me gusta la gente que huye del primer plano, porque lo que busca y quiere no reside en los brillos de los focos, porque prefiere la libertad de su conciencia y de su obra. Quizá por eso, a un tipo tan poco dado a la mitomanía como yo le impresionaba su mera presencia, su mirada quieta e inquieta a la vez, que agradecía cualquier gesto. Era un imponente ser invisible.
Pienso ahora que acaso le conocí muy mayor y desengañado, “un pesimista activo”, según recoge Rivas. Alguien capaz de hablar con cualquiera, pero sin esperar mucho de nadie. No sé. Me parece un ejemplo de cómo trabajar, especialmente en Galicia y por Galicia: hasta el final y sin reparar en gastos personales, sin autocomplacencia ni autocompasión, sin miedo siquiera a los errores. Sin pausa. El retrato de una mujer joven con un niño en brazos parece recordármelo cada vez que acudo a la sala de juntas. Lleva su firma.