La Voz de Galicia

El relato empezaba así: “Dios reunió a los ángeles y les dijo: he decidido hacerme hombre y pasar unos años en la Tierra. Las cosas no van bien por ahí abajo y solo yo puedo arreglarlas. Los ángeles dijeron: ¡Oh!”. Seguí leyendo, pese a que se trataba de un cuento de un chico de Primaria, Diego Rodríguez-Gilgado, ganador del Concurso de Navidad de su colegio. Narraba luego cómo los ángeles preparan diversos planes para el nacimiento de Dio. Primero le ofrecen Roma: el palacio y la familia del Emperador. Después, Israel: el palacio y la familia del rey Herodes. Pero Dios siempre pide “algo más sencillo”, hasta que en su angustia tropiezan con una chiquilla, la Virgen María, y les da la solución.

Me gustó por ese don que tienen los niños para percibir lo que se escapa a la inteligencia de los adultos, que tan listos y tan mayores nos creemos. Últimamente he leído o escuchado mucho una frase que se repite de un modo casi literal: “Dios no se ocupa de mí, así que yo tampoco me ocupo de él”. A los niños les enamora la historia de la Navidad, precisamente, porque perciben lo que con nuestra pedantería habitual llamaríamos “máxima implicación” de Dios, que decide hacerse niño y morir después en una cruz. También los poetas lo percibieron: “He llegado a un punto en el que ya no puedo creer más que en el Dios vagabundo de Galilea, que bajó del Cielo para enseñarnos que el único camino que lleva a la gloria pasa por el sufrimiento, un Dios de infantería en una palabra» (Joan Sales en carta a Màrius Torres, 1937).