La Voz de Galicia

(Columna publicada en La Voz de Galicia el  24.09.2011)

Ayer en Madrid tuve la sensación de que mucha gente caminaba como en esas escenas de película en las que alguien, bueno o malo, encañona a otro con una pistola oculta bajo la chaqueta y le hace atravesar una multitud o un control policial como si nada estuviera ocurriendo. No es fácil advertirlo, pero el encañonado camina siempre -al menos, en las películas- un poco más envarado que de natural: tiende a inclinarse algo hacia un lado -precisamente, el de la pistola- y, aunque lo intente, muestra síntomas de alarma y miedo especialmente perceptibles en la agitación de los ojos y en la tensión de los labios.

Quizá caminamos así desde hace tiempo, sujetos a una amenaza oculta que se manifiesta todos los días en algo nuevo: no solo en las noticias de bolsa o sobre los precios de las hipotecas. Ni siquiera, en el posible desempleo. Nada de eso funciona como la pistola oculta que, en realidad, empuña otro miedo: el temor por los que amamos, por su presente y su futuro que ya no somos capaces de garantizar. Hace años, ilusos como éramos, creíamos aún en el progreso indefinido. Con el cambio de decenio o de siglo, escribí una cosa sobre esto que ahora parece una profecía, maldita sea.

Perdimos el optimismo ramplón y barato, casi gratuito. Pero nos queda el bueno: el que siempre genera la gente que sabe querer y, por tanto, arriesgarse. Hay muchas personas así, que supieron escapar del embotamiento de estos años fáciles de dinero y consignas. Gente que aún sabe pensar y querer. Optimistas nada ilusos que son nuestra esperanza.