La Voz de Galicia

Cuando arranca el curso, me entran a la vez ganas y miedo de conocer a mis nuevos alumnos. Si un día esas ganas y ese miedo dejan de comparecer,  espero darme cuenta  y retirarme. Lo de las ganas es fácil de adivinar o intuir y resulta innecesario explicarlo: conste que comprendo a los profesores sin ganas, y comprendo que a algunos no les quede más remedio que aguantarse. Se trata, normalmente, de profesionales con un perfil más inclinado a la investigación que a la docencia, imprescindibles en la Universidad.
Lo del miedo sí necesita explicación. Tiene que ver con el síndrome de candilejas, por una parte: el pánico escénico que sienten los actores justo antes de empezar la función. Y por otra, con el miedo al error. Porque, si el profesor falla, puede provocar un daño difícil de medir y, a veces, de reparar.  El mal profesor se caracteriza porque no distingue a sus alumnos, habla para una audiencia indiferenciada. Y puede resultar brutal porque, cuando los ve, se fija más en sus defectos o errores que en sus virtudes o posibilidades. Actuar sobre los primeros sin tener en cuenta los segundos es la mejor manera de triturar talento y carácter.
Esta semana pasé las primeras horas con mis nuevos alumnos. También tuve la suerte de reencontrar a muchos de los antiguos. Los nuevos llegan siempre tímidos y parecerían apagados, comparados con los anteriores, si no fuera por esa luz que traen en los ojos, ilusionante, pero atemorizadora. Ves ese brillo y tiemblas. Y rezas para que no se apague o, al menos, para que no lo apagues tú.