La Voz de Galicia

Muchas gracias por el afecto y la compañía que hemos sentido estos días a través de todos los medios electrónicos y en persona. Responderé, aunque me llevará un tiempo, por eso adelanto estas líneas.

Las acompaño con algunos enlaces a textos en los que escribí sobre mi padre, por si interesan a alguien.

Un abrazo muy grande

El triángulo escaleno

Las cruces de mayo

Oro fino

Reproduzco a continuación el texto más antiguo. Según mi madre, lo leía a menudo:

DE ÉL
“Papá dice que nunca hablas
en tus artículos”

No he sido yo mucho de obsesiones, pero las tuve y aún las tengo, claro. La primera que recuerdo fue bien temprana: ponerle el cabezal a la yegua rubia de mi abuelo y montarla hasta cansarme. Tenía muy pocos años y no me dejaban hacerlo: sólo me permitían montar con alguien mayor. Una tarde me escapé a la hora de la siesta y fui al soto donde pastaba. Al verme, la yegua vino hacia mí y bajó mucho la cabeza para que pudiera atarla. Era un animal muy manso. Tanto, que esperó paciente y no se alejó hacia las brañas, hasta convencerse de que yo era un enano inútil, incapaz de ponerle el cabezal. Volví a casa muy dolido por el fracaso. Se lo conté a mi padre de un modo borroso: “El cabezal de la yegua es pequeño”, le dije, “ya no le sirve”. Lo entendió enseguida.
Mi padre siempre aprovecha cualquier cosa para enseñarme dos y, en vez de reñirme, me preguntó cómo había metido el cabezal. Le expliqué que por las orejas, pero que el morro no le entraba porque el cabezal era pequeño. Mi padre se reía. “Mira, me dijo quizá previendo mi futura facilidad para las excusas, el cabezal no es pequeño, lo que pasa es que no sabes ponerlo. Primero se mete la parte de abajo, la del morro, y luego la de arriba: le doblas un poco las orejas y entra perfectamente. Las cosas siempre se empiezan por abajo”.
Se suponía que ya estaba aprendido y me mandó de vuelta para el soto. Al verme reaparecer, la yegua ni se inmutó: ya sabía. Tuve que ir hasta ella y encharqué las botas en un regato. Le puse el cabezal. Se quedó quieta para dejarme subir: salté de todas las formas y con todas las fuerzas, pero era demasiado pequeño. Decidí llevarla de las bridas hasta una cancela. Subí a la cancela, arrimé la yegua y salté en exceso. Caí al otro lado. A la segunda, estaba sobre la grupa, feliz.
Aunque no mucho, porque la yegua salió al galope en cuanto me sintió encima. Y en aquel primer viaje comprendí que la cosa no acababa en ponerle el cabezal y subir: había que mantener un doloroso equilibrio de botes y rebotes de las nalgas contra la columna durísima del animal. Y además, había que saber mandarla. Y yo no sabía. Así que la yegua se fue al galope adonde quiso y yo me agarré a la brida y a las crines para no caerme. Paró a beber en un manantial, y su cuello, al que ya iba asido con las dos manos, se volvió un tobogán por el que me escurría cabeza abajo. No tenía ninguna gracia. Menos mal que se irguió pronto y arrancó hacia la cuadra. Mi padre me vio llegar, pero ni siquiera se acercó para bajarme. Metí la yegua, le quité el cabezal y le pregunté a mi padre: “¿Puedo llevarla mañana a la cartería?”. Él dijo: “Pregunta al abuelo”.
Y así siguió: dejándome libre para el error, pero sin consentir que, luego, no lo reconociera. Siempre con las palabras justas, me enseñó a multiplicar y dividir con decimales y a andar por el mundo solo. Un día  me dio unas cuantas facturas. A la vuelta me preguntó qué itinerario había seguido para cobrarlas. Volvió a reírse y me dijo: “El que no tiene cabeza, tiene pies”, y me mostró un trayecto muchísimo más breve. Así me gustaría enseñar, sin explicar demasiado.
Años después le acompañé a visitar a un cliente del tipo cerdo-con-tirantes. Terminé furioso con mi padre por haberle aguantado tranquilo, sin mandarle a freír puñetas. No sé si hablé de dignidad. Pero él dijo: “Se trata de  ganar clientes, no de perderlos”. Entendí que los límites de su orgullo no los marcaba él, sino yo. Yo y mi hambre, yo y mi ropa, yo y mi futuro.
Como siempre, aprendí dos cosas: a aguantar y a sentir un orgullo sin límites. De él.

Nuestro Tiempo, junio de 1997