La Voz de Galicia

Hay dos sentidos que caracterizan al buen gobernante: sentido común y sentido moral. No bastan por sí solos para garantizar una buena dirección, pero sin ellos cualquier liderazgo está abocado a la desgracia de gobernantes y gobernados. Sin sentido común, la acción directiva se convierte en algo disparatado, arbitrario, imprevisible, sin relación alguna –o solo accidental, por casualidad– con los objetivos que se pretenden conseguir. Sin sentido moral, se afrenta el bien más preciado, que es el bien común, el de todos, para someterlo a las necesidades de un único fin: retener el poder.
Algunas veces, para desventura de una sociedad, una empresa o un país entero, se juntan en el gobernante los dos sinsentidos: la falta de sentido común y la falta de sentido moral. Las  sociedades más avanzadas han instalado un detector rápido de este último: la sinceridad. No consienten a sus gobernantes la menor mentira y la castigan inmediatamente con una dureza que en otros lares asombra. Leía estos días las memorias de Ted Kennedy. A propósito de la deshonrosa salida de Nixon, recuerda la contundencia del castigo al presidente falsario y la vergüenza con la que se ejecutaba: a la alegría por el buen funcionamiento del sistema se unía el bochorno de un pueblo que se sentía deshonrado en sus instituciones.
Pensaba en este país, en este gobierno que, aunque se sabe rechazado, prolonga su agonía y la nuestra a la espera de no se sabe qué, y en que otros la aprovechan sin decoro ni sentido común, se ríen, y nadie hace nada ni se avergüenza de una deshonra, que no es del gobierno, sino sobre todo nuestra.