La Voz de Galicia

Estos días he pasado mucho por donde acampan en número creciente los indignados. Me paré varias veces, escuché sus discursos, comprobé cómo cambiaba el paisaje humano según las horas del día, en fin, intenté hacerme una idea. Sin éxito. La noche del jueves al viernes pasé algo después de la una de la madrugada: estaban menos, de tertulia, algunos de pie, otros tumbados por el suelo. Gente joven de pinta muy variada, también en cuanto a los años. “Prefiero estos”, pensé. Porque un poco más allá, en los jardines, se oía el runrún, esa noche menos intenso, del botellón oficial.
Adelanto que no estoy a favor ni en contra de los indignados que han crecido estos últimos diez días en el centro de las ciudades. Pero les comprendo. Quizá no se trate de un movimiento tan espontáneo como ellos dicen, quizá estén movidos por hilos invisibles que se manejan desde una de las cloacas habituales, quizá todavía no tengan discurso o el que pronuncian resulte incoherente, quizá deberían haber emergido antes o después de la campaña electoral, pero quizá no en ella. Quizá. Pero entiendo que estén indignados, porque también yo lo estoy. Y sobre todo, entiendo que se rebelen, que para eso están los jóvenes, y ya iba tocando que salieran del aborregamiento del botellón, para mostrar lo propio de su edad: ideales. Aunque sean confusos, contradictorios o simplemente equivocados.
Lo relevante, me parece, es que contemplamos los albores de una nueva política, que como ocurre en otros ámbitos, poco tendrá que ver con la anterior. Y los de la anterior, como siempre ocurre, no quieren o no saben darse cuenta.