La Voz de Galicia

El Vaticano ha programado para el primero de mayo la beatificación de Juan Pablo II y resulta difícil imaginar que no se hayan dado cuenta, que no  hayan ponderado el valor simbólico de la fecha.

Es verdad que este año coincide con el domingo de la «Divina Misericordia», y esto es lo que subrayaba el comunicado oficial de ayer. Y será esa la principal razón, no lo dudo. Se trata de una fiesta, instituida por el propio Juan Pablo II, y muy adecuada para la ceremonia, no tanto porque la promotora de esta devoción fuera una monja polaca del siglo pasado, Santa Faustina Kowalska, como porque el anterior papa dedicó a la miserecordia una larga, incomprendida y bellísima encíclica: «Dives in misericordia», la segunda de su pontificado. Vale la pena releerla para captar el hondo mensaje de esperanza que consiguió transmitir en sus casi veintisiete años al frente de la Iglesia.

Pero de todos modos, el segundo domingo de Pascua, de la Divina Misericordia, cae este año en primero de mayo. Jaruzelski y todos los líderes de aquella Europa atrapada y oprimida tras el telón de acero se disgustaron, con razón, cuando el cónclave eligió al cardenal Wojtyla en 1978. Justo once años después, cayó el muro de Berlín y entró un viento de esperanza que cambió el rumbo de la historia en tantos países europeos. Pero aquellos títeres de la también extinta Unión Soviética nunca pudieron imaginar que quien desmontó el comunismo europeo sería elevado a los altares un primero de mayo, día de desfiles y banderas rojas.

A Juan Pablo II, que era hombre de muy buen humor y manejaba con maestría el calendario, esta paradoja de la historia le hubiera hecho sonreír. O quizá no, porque no luchaba contra nadie, pese a las balas y a los insultos, sino a favor de la libertad y dignidad de todo hombre, de toda mujer. Algo que siempre merece celebración en un primero de mayo.