La Voz de Galicia

No sé si se han fijado en cuántas interpretaciones y teorías suscita ahora cualquier hecho o dicho del Gobierno. Por alguna razón, nos hemos acostumbrado a pensar que lo hacen o dicen todo guiados por motivos muy distintos de los que realmente aducen. Antes esa actitud se reducía a unos pocos grandes asuntos: el llamado «proceso de paz» con ETA, el Estatuto  catalán, la crisis que no existía o las tramas corruptas del PP. Pero desde hace varios meses, la sospecha se ha generalizado a cualquier cosa. Un par de semanas atrás contaba aquí cuántas teorías se habían elaborado para explicar por qué Zapatero quiso hacerse aquella foto con una treintena de grandes empresarios. Hoy se multiplican los relatos sobre por qué no acudió a la Cumbre Iberoamericana o por qué sacó el decreto de los controladores justo en vísperas del puente: unos apuntan a la provocación directa para  someterlos luego y presumir de mano dura, otros a una maniobra para distraernos de la crisis y de Marruecos o a una estrategia para evitar elecciones mediante la prolongación del estado de alarma. Hay de todo y para cualquier paladar.
No faltan los que acusan al Gobierno de simple incompetencia, pero esto me interesa menos, aunque resulte acaso la hipótesis más plausible. Lo que me interesa es la impresión de haber entrado, como en los regímenes totalitarios, en la fase interpretativa, la de leer entrelíneas, la de dar por supuesto que nada es lo que parece, efecto del abuso continuado de las mal llamadas tácticas comunicativas, la nueva brujería política. Y para colmo, las filtraciones de la Embajada americana han acentuado la triste percepción de que engañan incluso a su electorado más próximo.
El abuso del don de la palabra  termina ahora en este infierno en el que se abrasan y nos abrasan: el de la sospecha y la desconfianza pegajosa que se extiende dentro y fuera del país.