La Voz de Galicia

Me parece que ya conté el pasmo que me produjo hace años una escena santiaguesa. Bajaba hacia la catedral por la Rúa da Azabachería cuando alcancé, ya casi en la Plaza de la Inmaculada, a dos chavales de once o doce años que caminaban abrazados por los hombros, como los futbolistas mientras escuchan el himno antes de los partidos. Iban hablando en voz alta, muy contentos. Por lo que decían, cabía deducir que uno era de la ciudad y el otro de fuera. Al llegar a la catedral, el de casa le dijo a su amigo o pariente que allí estaba enterrado Santiago, que era «uno de aquellos apóstoles, ¿no sabes?, que andaban siempre con Jesús». No sé si fue el modo de decir o lo que dijo, pero me estremecí. En esa frase se encerraba la explicación precisa de un fenómeno masivo, internacional y multisecular: el de las peregrinaciones a Santiago. Lo que en Galicia llamamos «ir a ver al Apóstol».
Por eso me conmueve especialmente que un Papa haya querido venir al Apóstol, por primera vez en la historia, en un Año Santo y sin que el viaje tenga otro motivo. De ahí la brevedad intencionada, que subraya su intención de llegar a Compostela como un peregrino más de esa riada inmensa que atraviesa los tiempos y las fronteras. Benedicto XVI acude con sacrificio evidente, por su edad y por las condiciones del viaje. Seguro que hubiera preferido venir a escondidas, pero un Papa no puede hacer casi nada en privado, ni siquiera rezar delante de nuestro Patrón. Al Papa le quitan todo, también la intimidad. Además, sabe que hay cientos de miles de personas que quieren acercarse al vicecristo, al sucesor de Pedro, que como diría el chaval, era otro de «los que andaban siempre con Jesús».
Para agradecérselo, estaré allí, aunque sólo podré verle pasar desde la cuneta, quizá unos segundos, mientras baja del aeropuerto. Tengo otras razones, acaso mayores, pero no caben.