La Voz de Galicia

Cuando se tiene una visión chata de la vida, casi todo se ve chato, excepto lo que es chato de por sí, que se representa entonces agrandado y perfectamente nítido —como chato que es— en la mente estrecha. La cosa no tiene mucho remedio. Para quien carece de la sensibilidad necesaria un poema parecerá una pérdida de tiempo, comparará un cuadro abstracto con un borrón infantil y encontrará aburridas o imbailables ciertas músicas. Para el egoísta, el generoso resultará ingenuo o incluso tonto, del mismo modo que el perro será incapaz de ponderar la belleza de la perdiz que persigue a campo través. Hay que hacerse a la idea.
Por eso, en tiempos en los que lo sublime tiende a producir repelús, indiferencia o abierto desprecio, reconforta la crónica de los 33 mineros chilenos, llena de palabras como fe, esperanza, solidaridad, esfuerzo, empeño, audacia, magnanimidad, paciencia, coraje, gratitud. Todas las grandes palabras comparecen en el caso, pero sin la impostación que las ha convertido en impopulares por culpa de los logotraficantes, gente que suele adscribirse, por cierto, al grupo de la visión chata: los que sólo piensan en términos de poder y dinero. A esos no hay modo de sacarlos de ahí, y si ven que la clave religiosa ha tenido su parte en la esperanza de los mineros, la acallan o la traducen a términos políticos, que son los únicos que realmente entienden.
Pasa también con los viajes del Papa. La primera fase de la artillería chata consiste siempre en la alusión a sus costes, algo que les importa poco o nada cuando se trata de fastos más chatos, menos sublimes. Pasó en Portugal y pasó en Gran Bretaña. Sucede ahora en Barcelona y en Santiago. No me parece buen camino refutarlos siguiendo su lógica: nunca se podría achatar lo bastante la explicación para que la entendieran, y se correría el riesgo de rebajar lo sublime al tamaño de unos cuantos.

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