La Voz de Galicia

En los tiempos en que falla la razón, abundan el sentimentalismo y la violencia y, con ellos, se multiplican los «anti»: es decir, personas que, como el adolescente de Salinger, se definen más por lo que odian que por lo que aman. El otro día alguien me dijo, bromeando, que el Barça perdería también con el Panathinaikos. Le contesté que me parecía improbable, pero que me dijera en qué se basaba. «Es que yo soy anti-catalanes», respondió. Puse cara seria y dije: «Muy mal». Añadí algo que no viene al caso. Así que él se corrigió: «Bueno, en realidad, soy anti-Barça». Le dije, riéndome con la broma, que me parecía menos grave, pero que seguía sin gustarme.
El no hablaba muy en serio, pero yo sí, aunque me riera. El «anti» es, por definición, un personaje destructivo, porque es incapaz de ver bondad alguna en aquello contra lo que se define, aunque la tenga. Se obsesiona con lo negativo —o lo que a él le parece negativo— y cierra su mente a cualquier posibilidad, no ya de afecto, sino de mero reconocimiento de la belleza o el valor de cualquier faceta de su antagonista.  Por eso, ser «anti» es una forma de soberbia cegadora y muy poco razonable, salvo en las contadas ocasiones en que el prefijo se antepone a una palabra cuyo significado es de por sí perverso: «antiviolencia», por ejemplo.
Y es poco razonable, porque anula para siempre y de un plumazo todo un ámbito de la realidad que no se quiere ver o que se quiere ver solo de una determinada manera. Triste y empobrecedor. Supongo que los antirreligiosos y los antievolución estarán hoy que trinan con unas palabras que dijo el Papa ayer: «Una visión científica se convierte en peligrosamente estrecha si ignora la dimensión ética o religiosa de la vida, como una religión queda limitada si rechaza la legítima contribución de la ciencia a nuestro entendimiento del mundo”. Es más fácil atacar la verdad que defenderla.