La Voz de Galicia

Anteayer el Gobierno endureció su propia reforma laboral para, de todos modos, quedarse a medio camino de la que realmente necesita este país, según los que saben de esto. Con todo, las medidas aprobadas el jueves no son menores o irrelevantes en el incalificable momento en el que vivimos (la palabra «crisis» ha dejado de significar realmente algo). Ayer lo confirmaba otra noticia: los datos de la Encuesta de Población Activa (EPA), por lo visto los más fiables, siguen mostrando un desempleo creciente en España y por encima del 20 por ciento, mientras las cifras de la Unión Europea se estancan en el 10.
¿Y de qué habíamos estado hablando los españoles, al menos según los medios, los días anteriores a tan importantes noticias? Pues, de toros. Mientras sangra el paro, nosotros discutíamos acaloradamente, en sede parlamentaria y fuera de ella, sobre la sangre de los toros. Estaría bien si, al menos, se tratara de un ejercicio retórico interesante. Pero no. El argumentario desplegado no ha sido particularmente acertado o ingenioso, salvo el final de ese artículo de Savater, según el cual la prohibición de los toros no es una medida antiespañola porque recupera a la vez el Santo Oficio, tan nuestro.
Así que seguimos atrapados en el tiempo, condenados a ver cómo nadie se ocupa de lo importante. Ni se ponen de acuerdo para sacarnos de ésta ni propician el relevo. Es comprensible que el Gobierno no de facilidades en esto último, a pesar de que Zapatero tiene problemas hasta para fichar ministros. Y también es comprensible que quienes quieren y pueden facilitar el relevo tengan prioridades locales. Convendría repensar, quizá, un sistema electoral y de representación parlamentaria que permite tal cosa, es decir, que se hipotequen las soluciones generales en función de las particulares. Pero, claro, estando con los toros…