La Voz de Galicia

Da gusto ver el país contento e ilusionado, pendiente de un logro común, aunque sea solo ganar el Mundial. Mi pena es contemplarlo desde fuera. Seguí el partido contra Alemania rodeado de una veintena de portugueses. Dije ya al principio, para curarme y curarlos en salud, que no se preocuparan, que entendía que prefirieran el triunfo alemán. Solo uno protestó y dijo que él iba siempre contra Alemania. Le pregunté por qué y respondió: «É preconceito mesmo». No le dio más vueltas, no se enredó en disquisiciones que lo justificaran: tenía un prejuicio con Alemania y punto. Bien. Pese a tan alentador comienzo, hice el firme propósito de no cantar los posibles goles de la selección. Me conciencié, pero fue en vano. Cuando finalmente llegó el gol, grité, aunque me avergüenza reconocerlo. Grité y no pasó nada, nadie se dio cuenta: los demás habían gritado tanto o más que yo.
No voy a descubrir ahora la infinita y delicada amabilidad de los portugueses: tenían un español allí en medio, delante de su tele. Pero, además, seguro que preferían haber sido expulsados del torneo por la campeona del mundo antes que por una semifinalista.
Al terminar, me preguntaron por qué no estaba Zapatero. Les di las razones oficiales que pude sacar estos días de los diarios españoles. Y añadí la cuestión de la fama de gafe (de «pé frío»dirían en Brasil): si va a la final, tiene mucho que ganar, pero también mucho que perder. Y como ya ha ganado suficiente, puesto que afrontará el debate sobre el estado de la nación con el país en júbilo, lo más probable es que no vaya. Si España gana, Zapatero podría beneficiarse de la foto con Casillas y la Copa. Pero, ¿y si pierde? Algún opositor trapacero terminaría insinuando que consigue arruinarlo todo, incluso nuestro fútbol, aparentemente invencible. Aunque me veían serio, pensaron que bromeaba.