Acabo de llegar a Portugal para pasar unos días. Venía con cierta prevención: la víspera los habíamos eliminado del campeonato del mundo y no sabía cómo se lo habrían tomado. Muy pronto, en la primera área de servicio, comprendí que les parecía normal y que no enfatizaban demasiado que Villa hubiera marcado el gol en fuera de juego.
En los comentarios del periódico, (que estos días habla mucho de España) se notaba tristeza y conformismo: al fin y al cabo, habían sido eliminados por la campeona de Europa, «una máquina de hacer fútbol». Incluso un entrenador, al que le preguntaban qué más podría haber hecho el seleccionador portugués, contestó: «¿Qué más? ¡Nacionalizar a Iniesta, Xabi, Villa…!» Vi que no faltaba sentido del humor, y mis aprensiones se rebajaron, pese al pulso titánico entre las telefónicas española y portuguesa por el control de la brasileña Vivo, otro de los asuntos de los que se ocupa largamente la prensa.
Llegué antes de hora a mi destino y no había nadie. Subí caminando la sierra y, de repente, como salido de la nada, estalló un coro de ladridos en todos los acentos: graves y agudos, de perros grandes y de otros que imaginaba pequeños. Me sentí rodeado por centenares de canes invisibles, silenciosos hasta entonces. Los mismos ladridos me despertaron varias veces por la noche. En el desayuno descubrí que me había construido una idea falsa sobre los habitantes de la zona por culpa de la cantidad absurda de perros cuya posesión, sin pensarlo más, les atribuía: alguien dijo que había que dinamitar ese «canil», e ironizó sobre un epitafio del cementerio para perros de Lisboa: «Saudade do teu ladrar». Comprendí que se trataba sólo… de una perrera. Actualicé un principio básico que intento aplicar siempre, más cuando viajo: no formarme ideas demasiado rápidas sobre las personas, los países y las cosas. Sobre todo, si son negativas.
Todos deberíamos intentar no prejuzgar, pero esta actitud precisa esfuerzo y por eso resulta bastante escasa. Además estamos constituidos por una naturaleza primitiva que nos predispone a asumir los comportamientos del clan o la tribu como normales colmándonos de prejuicios cuando analizamos a los que no pertenecen a nuestra cultura, nacionalidad, raza o religión. Contado así, podríamos resumir el problema de las desigualdades y conflictos a como percibimos nuestro territorio, hasta donde ensanchamos nuestra curiosidad por entender y comprender saltando las barreras o bien conformamos a mantener nuestra percepción dentro del corral, amarrada a la cadena y no suelta, en libertad como el caballo en la pradera. los prejuicios podrían ser las estacas que soportan la estructura del corral y la rutina del pensamiento componen los travesaños y las mallas que cierran el recinto que atenaza nuestra disquisición. Muchas veces como los animales que siempre han vivido en cautividad, cuando les retiran la tranquera de su corral, no quieren traspasar las fronteras imaginarias que lo separan de la libertad y prefiere seguir dando vueltas y vueltas sobre el surco que miles de veces ha recorrido mientras ansiaba la libertad.
Si a lo largo de nuestra vida nos sentimos como ese animal frustradamente liberado, deberíamos al mismo tiempo intentar reflexionar si esas barreras en realidad están ahí para protegernos del ataque del lobo o para encerrarnos a nosotros, si es un baluarte frente a un enemigo imaginario o una mazmorra lóbrega y fría donde acaba encalleciendo la libertad de pensamiento,
En el caso de Portugal –creo que ya lo he contado aquí- y a pesar de compartir con nosotros el sentimiento de haber extendido su dominio sobre un imperio y haberlo perdido, se dan comportamientos divergentes sobre la percepción de la nacionalidad y la vecindad. Tanto desde la derecha recalcitrante, de la intelectualidad como desde la izquierda revolucionaria, he escuchado en Portugal encendidas defensas de la constitución de una República Ibérica. Aquí seguimos el camino contario buscando como estos días las vueltas, escarbando como la gallina hasta levantar ampollas que laceran la convivencia como ocurre en el caso del Estatút. Se achaca el comportamiento al pesimismo intelectual del 98, a la búsqueda de opciones alternativas a la perdida de la hegemónica si bien nos sorprendería leer en el órgano republicano catalán de la época enardecidos discursos españolístas frente a la actitud yanki. Me pregunto que nos hace tan distintos a los revolucionarios de aquella convulsa época del noventa y ocho, a los portugueses de derechas que perdieron su fortuna en Angola, a los revolucionarios de izquierda de Galvao, a los internacionalistas de ambos lados de la frontera entonando enardecidos Grándola Vila morena, al mismo Saramago…intuyo en nuestros vecinos una sincera simpatía hacia nosotros que muchos compartimos de forma recíproca. Muchos creemos que algún día se volverán a encontrar nuestros caminos,- si no discurren ya bajo las directrices de los designios de la señora Merkel- . Paradójicamente los mas fervorosos defensores de ese encuentro son los que mejor conocen la historia, los que mas han viajado, los más abiertos y por supuesto los que procuran no prejuzgar simplemente por una etiqueta, sin tener suficientes datos.
Un paso en el sentido de la convivencia es un paso a favor de la inteligencia y la cultura y al contrario, cuando se explotan las emociones y los sentimientos cavernarios y endogámicos nuestro país acaba pareciéndose a un gran caníl donde no se sabe la razón de tanto alboroto, porque uno sin saber porque ladra y el otro simplemente le contesta y cuando entre resquicios se hace el silencio reflexivo, acostumbrados a tanto ruido, muchos añoran los ladridos, aunque este suene a vuvuzela y se disfrace de éxito deportivo.