La Voz de Galicia

Es lo que nos faltaba: una crisis económica brutal que, en el fondo, nadie entiende y nadie sabe corregir.  Andábamos ya suficientemente confundidos, pero disimulábamos un poco dormitando en un bienestar que ahora se va por el desagüe.  No sabíamos muy bien qué nos pasaba, qué nos gustaba, vivíamos instalados en una neblina dulce, juzgando a base de titulares, de argumentos comprimidos, de respuestas prefijadas en función de la identidad ideológica que nos atribuíamos, sin complicarnos, sin pensar por cuenta propia, pero creyendo que lo hacíamos.  Y de pronto, toda esa inanidad, toda esa niebla se levanta y descubre el yermo: los de izquierdas dicen cosas que siempre han dicho los de derechas, y los de derechas se oponen, los sindicatos ya no saben si es peor convocar una huelga y que no les vaya nadie o no convocarla y que les acusen de pasividad y complacencia con el gobierno. Y nosotros, cada día más solos. Nos hemos vuelto solitarios-gregarios: gente que vive sola, que comparte sus problemas con locutores de la madrugada y que siente más que piensa. Los viejos marcos ideológicos, que parecían de cantería cuando teníamos euros calentitos, se han convertido en churros de plastilina, con los colores entremezclados. Manda lo imprevisible, ya no sabemos qué pensar y pasamos de una idea a su contraria en el plazo de  horas. La realidad, además de tozuda, se ha vuelto enigmática, porque para entenderla no bastan el mero sentimentalismo ni la adhesión rutinaria a cuatro esquemas más o menos elementales que, encima, se han desevencijado como un techo viejo, lleno de goteras, que ya no abriga.
La buena noticia es que ahí reside la gran oportunidad: la de adelgazar y espabilarnos, la de esforzarnos de nuevo y recuperar la pasión por comprender (en todos los sentidos), la de ponernos a vivir para algo. O mejor, para alguien.