La Voz de Galicia

Una traducción aproximada de la columna de Antoni Maria Piqué en elSingulardigital:

No tenemos muchas instituciones antiguas, venerables y poderosas. Impresionan tanto su historia y sus intenciones como la solidez y el prestigio de quienes en ellas trabajan. Nos admiramos: tal vez por eso hace siglos que duran, que superan todo tipo de adversidades, que van para adelante.

¿Y sus empleados o profesionales? Sin duda, algunos de ellos piensan que una institución así es casi invulnerable. Too big to fail, demasiado grande para caer. Los altos ejecutivos de Lehman Brothers, por ejemplo, pensarían así hasta el 15 de septiembre de 2008, el día de la quiebra. Se habían acostumbrado tanto a la grandeza del banco que acabaron creyendo que casi nada de lo que hacían podía causarle un daño real… y estuvieron a punto de tumbar todo el sistema financiero mundial.

Ocurre en otros ámbitos. Dicen: esta corporación es tan sólida y prestigiosa que puede asumir cualquier abuso particular. Es tal la nobleza de la entidad que apenas es necesario tomar alguna precaución: los daños que se deriven del mal comportamiento de alguno de sus miembros siempre serán incomparables con el bien que ha hecho desde tiempos inmemoriales. No se creen inmunes a los errores. Más bien los ven como polvo invisible sobre el brillante suelo de mármol, una mancha imperceptible sobre la legendaria majestad del edificio. ¿No será mejor, por tanto, aplicar discreción total ante las malfunciones, si alguien yerra, aunque sea gravemente? Informar abiertamente de estas maldades ¿no perjudicaría el legítimo prestigio de la institución, su acción benefactora, la buena fama de los demás hombres y mujeres honestos que allí trabajan? Incluso ¿no es necesario también ocultar too eso a los superiores, para evitarles sustos y salpicaduras que los distraigan de su altísima misión?

Llega un día en el que -quizá inconscientemente- les resulte difícil captar que es precisamente esa la actitud que perjudica a las personas a quienes quieren servir. Es decir, llegados a este punto, se vuelven peligrosísimos para la propia institución.

Así ocurrió este último decenio con el sistema financiero-la City, Wall Street … Explica Peggy Noonan en The Wall Street Journal-y en ella me apoyo-que los profesionales de las finanzas decían amar a sus instituciones y lo que representan para la humanidad y su bienestar. Y fueron ellos mismos quienes tomaron las decisiones que han despedazado lo que tanto amaban: «La maté porque era mía». Los representantes políticos también sufren a menudo este síndrome: creen que el noble origen y la calidad de su magistratura se encomienda a sus acciones por el sólo hecho de tomar posesión de su cargo.

¿Es esto lo que ocurre a propósito de los abusos sexuales en algunos sectores de la Iglesia Católica, la institución más duradera y más sólida de toda la historia? ¿Es posible que algunos sacerdotes y obispos pensaran que podían hacer cualquier cosa-o que podía pasar cualquier cosa-y que todo iría igualmente bien? ¿Se habrán protegido tras la excelente trayectoria de servicio a la humanidad de la Iglesia católica, que sólo niega el sectarismo más rancio? ¿Habrán entendido imprudentemente las palabras fundacionales: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi iglesia, y las puertas del infierno no la dominarán» (Mateo 16.18)?

Es posible. O bien: no me sorprendería.

Tampoco me sorprende que se informe y se opine de todo ello en un tono muy al estilo de los procesos de Roland Freisler en la Alemania nazi o de Andréi Vishinski en la época del terror estalinista. No me sorprende que para The New York Times y sus monaguillos el escándalo no sean los crímenes de abusos sexuales del clero, sino la moral católica y el celibato sacerdotal. No me sorprende que más allá del interés objetivo por el problema y su solución, parecen buscar la atribución de los abusos a la Iglesia en sí, para minar su autoridad moral; presentar como culpable al conjunto del clero católico e implicar directamente al Papa en los escándalos. No me sorprende que tengan más en cuenta a los abogados que hacen negocio con las víctimas que a las mismas víctimas.

No me sorprende nada. ¿Cómo quieren que oriente la información el director de ese diario que en 2002, corresponsal en Roma, escribió una pieza titulada «Is The Pope Catholic?», un ejercicio de desinformación, parcialidad y mala leche que sólo con el título ya paga.

Me sabe muy mal que el Times y sus monaguillos no apliquen sus ordinarios altos estándares profesionales en este caso. Por cuatro motivos. Uno, porque me encanta The New York Times. Dos, porque la Iglesia Católica se merece adversarios de altura. Tres, porque esconden deliberadamente la operación limpieza que comenzó el Papa cuando era Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Y cuatro, porque nos ponen cuesta arriba a los católicos y la jerarquía católica el debido agradecimiento al periodismo que ha levantado la alfombra y mostrado al mundo toda esa «basura» de que hablaba Joseph Ratzinger en el Vía Crucis de 2005, pocas semanas antes de ser elegido Papa.

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